Es evidente que nuestra sociedad hace tiempo que ha descartado al cristianismo como brújula o luz que la guíe en el camino de la vida. Es triste, pero es la realidad. “No es que toda la sociedad y el Estado se hayan puesto en contra de los cristianos –afirma Rafael Palomino en su libro La fe en la cultura del siglo XXI (Ed. Palabra, 2019)- sino sencillamente que nuestra fe como factor de influencia cultural se ha desvanecido”. Por tanto, ya no somos influyentes y nuestros coetáneos nos han marginado de la esfera pública, esbozando una sonrisa burlona cada vez que tratamos de argumentar sobre ciertas cuestiones. “En efecto –decía a este respecto Benedicto XVI– se ha instaurado un mecanismo por el que casi, automáticamente, resulta deslegitimado cualquier razonamiento que invite a reflexionar sobre los insanos comportamientos de la sociedad”. Una de las consecuencias de esto es, por ejemplo, la caricaturización del concepto de pecado, considerado hoy por muchos como algo anacrónico, y que ha provocado que amplios sectores de la población ignoren ya que existen conductas que pueden ofender a Dios. Y, seamos claros, esta lógica contemporánea es aplastante: si alguien no sabe que existe un Dios en quien creer y a quien amar, no tiene por qué rendirle cuentas. He ahí el principal motivo del “id al mundo entero”, que hoy se hace más apremiante, si cabe.
Es en este contexto donde se enmarca actualmente el debate sobre la pornografía. No es la primera vez que escucho, sobre todo a jóvenes -ellos y ellas, por igual-, reconocer sin tapujos que entre sus pasatiempos varios se halla el consumo de este tipo de cine. Tan normalizada está la cuestión que hasta se ha estrenado una serie, emitida recientemente por una conocida plataforma de streaming, sobre la vida de un actor porno español que llegó a ser estrella internacional en los años noventa (“Nacho Vidal, una industria XXXL”). Y ninguna productora se embarca en un proyecto así si no está segura de que los televidentes van a responder. Tampoco las nuevas tecnologías, tan útiles para algunas cuestiones, ayudan a aliviar el problema, pues muchos de los que portan ahora un teléfono inteligente son susceptibles de llevar porno en los bolsillos.
Y es que lo que el mundo considera un entretenimiento como otro cualquiera, para el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) es una “falta grave” (CIC, 2354) que se incluye entre las ofensas a la castidad, junto a la lujuria, la masturbación o la fornicación. Nos encontramos ante un hecho que consiste, básicamente, en exhibir ante terceras personas una práctica que debiera quedar exclusivamente en la intimidad de los esposos. Para la iglesia, en el porno se “desnaturaliza la finalidad del acto sexual”, pues no se abre a la vida, y “atenta gravemente a la dignidad de quienes se dedican a ella –actores, comerciantes, público-, pues cada uno viene a ser para otro objeto de un placer rudimentario y de una ganancia ilícita”.
El porno no es una forma más de ocio o inocente diversión, pues hunde sus raíces en la exhibición de una gran farsa –nada es aquí lo que parece– que sólo sirve para dañar a las familias y para lucrar económicamente a unos pocos en un negocio que en España mueve 500 millones de euros al año, según datos ofrecidos por el diario El Mundo (18.02.2022). No caigamos, por tanto, en este engaño sutil. Todo en el porno es trampa, pura mentira que enferma. Y qué bien sabemos los cristianos quién es el padre de la mentira. Decía Baudelaire que la mayor astucia del demonio es hacernos creer que no existe. Y nuestros contemporáneos han mordido el anzuelo, a pesar de la proliferación de películas sobre satanismo que, al parecer, son muy demandadas. Pero el demonio existe. Así lo creemos los cristianos, y nos saldríamos del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica si osáramos rechazar esta verdad. Satanás “es un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”, alertó en su momento Pablo VI. Y quien le abre la puerta a la pornografía se la está abriendo también al maligno.
Cuenta sor Emmanuel Maillard en su libro La paz tendrá la última palabra (Ed. ADADP, 2014) que un matrimonio no lograba saber qué le pasaba a su hijo de siete años. Desde hacía un tiempo, el niño estaba siempre enfermo y sus notas académicas, antes brillantes, no estaban siendo buenas. La visita a varios psicólogos tampoco había dado resultado. Fue entonces cuando, durante una conversación privada con un sacerdote, los padres comentaron que, cuando su pequeño no estaba en casa, se dedicaban a ver vídeos eróticos. “Con el pretexto de que estaban casados –explica sor Emmanuel-, consideraban que la pornografía les ayudaba a vivir su sexualidad sin caer en el pecado”. Inmediatamente, el matrimonio se confesó y puso fin a estas prácticas, con lo que la salud de su hijo se serenó. Y es que ya sabemos por la Escritura –y la Escritura no puede fallar– que no existe ambigüedad posible: o estamos con Cristo o contra Él. Y de la misma manera que acercarse el maligno enferma a la familia, abrazar la fe puede cambiarla para bien. Recordemos, si no, a Simón de Cirene. Unos pocos minutos al lado del Señor bastaron para bendecir y consagrar para siempre la vida de sus hijos, Alejandro y Rufo, que al tiempo devinieron en famosos misioneros del cristianismo primitivo.
En el Evangelio de san Juan (XIV, 7-14) Jesús pide a sus discípulos que, si todavía dudan de su divinidad, al menos crean en las obras. Algo parecido podría darse también en el tema que nos ocupa. Si los hombres de hoy, la mayoría “de cabeza dura e incircuncisos de corazón” (Hechos de los Apóstoles, Cap. VII, 51), dudan de las enseñanzas de la iglesia, que al menos consideren lo que las ciencias humanas (la psicología, por ejemplo) alertan sobre el consumo habitual de porno. En ese sentido, en la revista Misión, en un buen reportaje de Javier Lozano, hemos podido leer hace pocas semanas unas declaraciones de Carolina Lupo, psicopedagoga del Instituto de Cultura y Sociedad (ICS) de la Universidad de Navarra, en las que afirmaba que la primera consecuencia patológica de este mal hábito “es la distorsión de la mirada”, que provoca que uno ya no vea en el otro a una persona sino a una cosa erotizada. La forma de percibir el mundo, por tanto, se “hipersexualiza” y pronto acaba llegando el desequilibrio psíquico. En este reportaje encontramos datos demoledores. Y es que, por ejemplo, entre consumidores habituales de pornografía la tasa de divorcio es un cincuenta por ciento mayor, y su consumo se asocia con una mayor agresión verbal y física en ambos sexos. Asimismo, según algunos estudios en USA y Japón, tras pasar por la experiencia del porno, ellos “tienen menos sexo que en el pasado”; y en ellas, por su parte, “se observa un aumento de la inseguridad, un descenso de la autoestima y dificultades con su imagen”. Al parecer, las chicas buscan asemejarse a lo que ven porque creen que, así, serán más atractivas para los chicos. En cualquier caso, unos y otras, según Carolina Lupo, se encontrarán en el futuro “con serias dificultades para establecer vínculos sólidos, auténticos y saludables”.
Al hilo de ver en el otro una cosa -material para la propia satisfacción- y no una persona humana con toda su dignidad, el obispo Ignacio Munilla ha reflexionado sobre lo difícil que es amar a los demás cuando los percibimos como ajenos. En su libro Las cartas sobre la mesa (Ed. Ciudadela, 2009), el ahora prelado de la Diócesis de Orihuela-Alicante recuerda unas palabras de su padre a propósito del entusiasmo que, de niño, el obispo mostraba cada vez que, viendo películas del oeste, los vaqueros mataban a cuantos más apaches, mejor: “No olvides, [hijo], que los indios también tiene padre y madre”. Para don Ignacio “es mucho más fácil y probable que el hombre falte al respeto a su prójimo (…) cuando lo considera extraño y ajeno a su vida”. Y esto es lo que, en esencia, ocurre en el porno. Por ello, el sacerdote donostiarra tiene una frase infalible cuando llega el momento de argumentar con los más jóvenes sobre este tema, pues algunos siguen sin captar lo inmoral del asunto: “¿Y si fuese vuestra madre o vuestra hermana?”.
Afortunadamente, es posible salir de esta pesadilla. Siempre hay esperanza aunque, según la psicopedagoga del ICS, no bastará tan sólo con dejar atrás viejos hábitos o conductas como, por ejemplo, evitar situaciones que impulsen al consumo. “Será necesario –aconseja Carolina Lupo– crear hábitos y conductas nuevas, tales como descubrir y desarrollar aficiones, rodear[s]e de amistades que saquen lo mejor de [uno](…); [o]realizar actividades motivadoras y saludables en el descanso, el estudio y la alimentación”.
Un caso real de que es posible dejar atrás una vida de zozobra a causa de la pornografía lo testimonia Jessa Dillow, ex actriz porno canadiense, quien cuenta su experiencia en una entrevista concedida el pasado mes de abril al periodista Luis Luque para la prestigiosa revista Aceprensa. Dillow se considera ahora “una superviviente”, capaz, entre otras cosas, de haber encontrado una estabilidad sentimental, de haber cursado unos estudios universitarios o de iniciarse en el mundo de la escritura y la poesía. Un camino que, como ella misma reconoce, no ha sido sencillo: “Al igual que es difícil recuperarse de una operación quirúrgica importante –afirma-, hacerlo de las heridas sexuales, físicas y emocionales relacionadas con la explotación que tiene lugar en la producción de pornografía es extremadamente arduo”. Y es que el caso de Jessa Dillow pone al descubierto, además, otra cuestión que no debemos ignorar, y es la estrecha vinculación que existe entre esta industria y la trata de personas. Lo único que el espectador podía ver en sus películas era a Jessa practicar sexo con rostro de aparente dicha, pero nunca llegaron a verse “las armas que me apuntaban durante la filmación”, confiesa. Si la ex actriz canadiense no obedecía y no seguía haciendo lo que le obligaban a hacer, alguien le insinuaba que acabarían por dispararle. Ya hemos dicho que, en el porno, nada es lo que parece. “Me estaban violando –reconoce Dillow-, pero yo tenía [que tener] una sonrisa en el rostro”.
Y esto es algo que, según afirma Luque en su entrevista, “les ha ocurrido a chicas (y a chicos) en situación de vulnerabilidad por sus malas circunstancias familiares o económicas, o por ignorancia, a quienes gente con apariencia de respetabilidad han atraído con falsas promesas de trabajo como modelos o actores”. Por tanto, no debiera bastar la excusa de pensar que los actores disfrutan en este trabajo para acallar así la conciencia moral del consumidor. No es así. ¿Por qué no, entonces, dejar de ver porno, además de por las razones aquí ya esgrimidas, simplemente por el hecho de saber que muchos de los profesionales implicados sufren abuso sexual? Todos conocemos gente que ha decidido no comprar determinados artículos (ropa, zapatillas…) a aquellas marcas que deciden trasladar su producción a países donde la mano de obra, a la que se explota, es más barata. ¿Por qué no imitar ese ejemplo también en el caso del cine para adultos?
En cualquier caso, quedémonos con que se puede salir de este infierno. Para ello, insistimos, no sólo hace falta trabajo duro y perseverancia sino, como explica Jessa Dillow, apoyarse en un equipo de profesionales formados que estén equipados para guiar a la persona en su proceso de sanación.