La limosna es un pecado

🗓️7 de enero de 2022 |

Léon Bloy, apóstol corrosivo, provocador de la náusea, talibán de la Fe, asesino espiritual del acomodado y enemigo de la complacencia, sentenciaba: “Todo hombre que posea más de lo indispensable para su vida material y espiritual es millonario, por tanto, deudor de los que no tienen nada.”. Estas palabras, sobre la que sería sin duda alguna digno escribir un auténtico panfleto incendiario, le valieron la enemistad de los católicos de su siglo, verbigracia, los católicos del siglo y aparentemente los de los siglos de los siglos. No obstante, es de remarcar en esta ocasión como, en su obra “La sangre del pobre”, citaba Bloy a un anónimo padre augustino de la Asunción, que a su vez citaba la Regla de su santa congregación, la cual “les prohibía dar limosna”.

La estupefacción ante semejante reglamento es clara entre la gran mayoría de los católicos, que dan un paso atrás al ver su mayor contribución a la Verdad evangélica prohibida e incluso despreciada. ¿La limosna, prohibida? Sí, prohibida. Pero,¿a qué se debe esta prohibición? La respuesta es breve: la limosna no basta. 

Dice la Didaché, texto del 65 d.C, compendio de las enseñanzas de los primeros cristianos, que “Si adquieres algo con el trabajo de tus manos, da de ello como redención de tus pecados.”. Este “de ello” es un partitivo, una partición, y viene pues a significa que, demos una parte de nuestro salario — en dinero o en especias— a quien lo necesite, para que Dios borre de su presencia nuestros pecados. En consecuencia, podemos afirmar que la limosna es y fue un deber cristiano desde los albores de nuestra religión, y que tiene un efecto salvífico para con nuestra Redención. Mas este efecto salvífico es parcial, y una salvación parcial no es a lo que debemos aspirar, pues a los tibios Dios les vomitará en el último día. Sí, los vomitará, pues dieron lo que les sobraba, pero no lo que tenían, pues esta es la definición vulgar de limosna. ¡Cuántos pobres he visto por las calles, sentados sobre bancos fríos o acurrucados en portaluchos de miseria, con solo un par de céntimos — céntimos, quincalla, hojalata inservible— en sus vasos, cartones o sombreros deshilachados! Pero,¿quién los insulta de tal manera? ¿Acaso no es una burla tirarles monedas que en la práctica son inservibles? ¿Acaso no es una limosna tan ínfima mofarse de los pobres, que son nuestros hermanos y espejo de Cristo Jesús? ¿De verdad, cristianos y no cristianos, creéis que no se os culpará de esta broma de mal gusto en el Día del Juicio? Da o no des, pero esas monedas no bastan.

¿Qué basta entonces, en lo que la limosna respecta? Hay aquí un dilema, un combate entre los cristianos “de a pie”, los buenos cristianos y los mejores cristianos — aquellos que esparcen monedas quedan fuera de esta ecuación. Los primeros, que varían entre la hipocresía y el burdo idealismo, hablar de dar lo que uno estime conveniente, arma de doble filo del subjetivismo y de la relatividad. Estos cristianos son los que Bloy ve a su alrededor en las Francia del siglo pasado, los burgueses católicos que ayunan carne devorando bancos de peces, que descansan junto a la lumbre mientras los cristianos pobres se congelan. Los buenos cristianos piden dar al pobre todo lo que podamos, y se suelen identificar por sentir un verdadero temor de Dios al ver a un pobre al que no pueden ayudar en condiciones. Sí, estos tienen en frente el Juicio de Dios, y tiemblan ante las palabras “Pudiste y no hiciste”. Están en el Camino. Los mejores cristianos son aquellos que no piensan en dar limosna; no porque esto sea un mal en sí mismo, sino porque no tienen limosna para dar. Ciertamente, los mejores cristianos son el reflejo de Jesucristo, que se dio todo, para darnos todo. En consecuencia, el verdadero, el óptimo cristiano es un Cristo, que ya ha dado todo y que se dará a sí mismo incluso, para darle todo al pobre. No posee nada, sino que se hizo pobre para vivir como Cristo y para aliviar a sus hermanos, que son todos. Dice San Pablo en su segunda epístola a los Corintios: “Y yo con mucho gusto gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré por vuestras almas. Si os amo más, ¿seré amado menos?”

Todos somos hijos de Dios y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. ¿Qué hermano malvado, si tiene a su hermana en la puerta vestida de harapos, le da una moneda o un billete, grande o pequeño? ¿Qué despreciable hermano, si no Caín, cerraría su puerta diciendo: “¿Soy yo acaso tu guardián?”? Ciertamente, el buen hermano para con su hermana la dejará entrar, la calentará, le dará de comer, la vestirá y le dirá “Hermana mía, todo lo mío es tuyo”. No dirá: “Usa aquello, pero esto no, esto es mío.”. ¡No! ¡Nada es tuyo! Todo te lo ha confiado el Señor, tu Dios, ¡para ganarte la Vida Eterna! Y, ¿cómo ganarla si dejas a tus hermanos sufrir? Es en esto que la limosna es parcialmente un pecado, pues, en tanto que damos lo que nos sobra, sea grande o pequeño, nos impide darnos por entero. 

“Omnis qui odit Fratrem suum, homicida est” — Cualquiera que aborrece a su Hermano, es un homicida (1 Juan 3:16). Demos, ergo, todo, para recibir el Todo.

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