«Quemar las naves» es sinónimo de lanzarse a por un objetivo renunciando a la posibilidad de dar marcha atrás ante un eventual fracaso.
Los espíritus están desorientados a más no poder. Es nuestra hora si sabemos aprovecharla. Si después de haber estudiado los problemas fundamentales en plena vida humana y social, tenemos el valor de hablar en el momento oportuno; si sabemos influenciar la opción de la prensa y por los libros, si nuestras intervenciones sucesivas ante los poderes ayudan a la humanidad a recordar su equilibrio en el respeto de los valores morales, podemos encauzar el mundo en el camino de la justicia.
Las muchedumbres que nos rodean son lentas en comprender, pero después de tantos desengaños, ¿no estarán dispuestas mañana a seguirnos, como seguían ayer a Cristo? El espectáculo de nuestra caridad, el valor y la seguridad de nuestras apreciaciones deben llevar al pueblo a creer nuevamente en los cristianos. Nosotros debemos aparecer en este caos y en esta corrupción como la luz, como la lealtad, como la pureza, como la sal de la tierra.
El discípulo de Cristo que ve las cosas en una mirada de fe cargada de amor se coloca en tal altura que es el único capaz de conciliar en la verdad a los hombres separados por profundas divergencias.
Nada grande nos escapa. No hay mística más realista, más idealista, más humana que la nuestra. Y para encontrarla no hay más que ir a la doctrina cristiana, liberada de clichés y disminuciones. Ella se nos ofrece en el cristianismo puro y simple, que hay que presentar a nuestros contemporáneos en su desnudez y su riqueza, con todas sus exigencias y sus expansiones.
Si hay tan pocos que la encuentran es porque hay que buscarla en Cristo, y Cristo crucificado; hay que buscar en el pensamiento de Cristo el plan de Dios sobre el universo y sobre nuestra humanidad, sobre nuestra nación, sobre nuestras profesiones y empresas, sobre nuestras familias y sobre nosotros mismos. Nuestra mística es contemplativa como toda sabiduría. A nosotros nos toca entrar en el plan de Dios y realizarlo según nuestras fuerzas, y lo que no podemos realizar, que lo deseemos intensamente. Nuestra acción no ha de ser más que la prolongación de nuestra contemplación.
Nuestra vida espiritual sería una mentira, si nuestra perspectiva no se ajustara a la de Cristo, si nuestra contemplación no generara fraternidad afectiva, si Dios a quien dirigimos nuestra mirada de fe, no fuera Padre de todos nuestros compañeros de esfuerzo y sufrimiento; si Cristo, que nos transforma cada día en Él, no dilatara nuestro corazón a las proporciones mismas de la humanidad.
Así pues, nosotros con Cristo, en Él y por Él. Y si no tenemos sino un éxito parcial, nuestro éxito tendrá, con todo, gran importancia. Nosotros damos un sentido a todo, y vemos todo en función de Dios, dándonos continuamente a nuestros hermanos como Cristo.
San Alberto Hurtado S.J.
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