La lengua ha de ser gobernada y mantenida a brida sin tregua (Sant 1,26), ya que todos estamos fuertemente inclinados a dejarla correr y discurrir sobre lo que más deleita a nuestros sentidos. El mucho hablar tiene generalmente su raíz en cierta soberbia, con la cual, convencidos de saber mucho y seguros de nuestras ideas, nos esforzamos una y otra vez para grabarlas en la mente de los demás, dándonoslas con ellos de maestros, como si tuvieran que aprender de nosotros.
No pueden decirse con pocas palabras los daños que acarrea la palabrería. La locuacidad es madre de la pereza, patente de ignorancia y de tontería, puerta de la detracción, proveedora de la mentira, entibiadora de la devoción y del fervor. El mucho hablar da fuerza a las pasiones viciosas, y luego la lengua se siente cada vez más incitada a continuar en su hablar indiscreto. No te alargues en prolijos
razonamientos con quien te escucha a disgusto, a fin de no molestarlo; y haz lo mismo con quien se presta a escucharte, para no exceder los términos de la modestia.
Evita hablar con énfasis y a gritos: las dos cosas son odiosas e indicio de presunción y de vanidad. No hables nunca de ti mismo, ni de tus cosas, ni de los tuyos, si no es obligado por la necesidad; y hazlo entonces lo más breve y concisamente que puedas. Y cuando te parezca que alguien habla de si con excesiva prolijidad, no lo juzgues desfavorablemente, pero no le imites, aún cuando sus palabras tiendan a la humillación y autoacusación. Tampoco has de hablar demasiado del prójimo ni de sus cosas, si no es para elogiarlo cuando la ocasión lo requiera.
De Dios, en cambio, sí que has de hablar a gusto; especialmente de su bondad y de su amor. Pero habla con el temor de que hasta en esto puedes equivocarte, y prefiere escuchar con atención cuando otro habla sobre el tema, conservando sus palabras en lo hondo de tu corazón. De otros discursos deja que sólo el sonido de la voz repercuta en tus oídos, mientras elevas tu mente al Señor. Y cuando te veas obligado a escuchar al que te habla para poder responderle, no dejes de dirigir alguna ojeada mental al
cielo, donde habita tu Dios, admirando su grandeza, que no desdeña de mirar tu pequeñez (Lc 1,48).
Examina bien las cosas que te dicta el corazón, antes que pasen a la lengua; porque descubrirás que muchas de ellas sería preferible que no hubieran salido de ti. Y te advierto, además, que muchas de las cosas que creas conveniente decir, sería mucho mejor dejarlas sepultadas en el silencio. Lo descubrirás, volviendo sobre ellas una vez pasada la ocasión de decirlas.
Has de saber que el silencio es una gran fortaleza en la batalla espiritual y una garantía segura de victoria. El silencio es amigo de quien desconfía de sí mismo y confía en Dios; es guardián de la auténtica oración y una magnifica ayuda para el ejercicio de las virtudes.
Para acostumbrarte a callar, has de considerar a menudo los daños y peligros de la locuacidad y las grandes ventajas del silencio. Tómale afición a esta gran virtud y, para acostumbrarte a ella, calla oportunamente aun cuando no sea malo hablar, con tal que no vaya en perjuicio tuyo o de otros. A ello te ayudará el mantenerte alejado de los corrillos, porque en vez de tener por compañeros a los hombres, tendrás a los ángeles, a los santos y al mismo Dios. Finalmente, haz constante memoria del combate que
tienes entre manos: al darte cuenta de lo mucho que te falta por hacer en ese campo, perderás pronto las ganas de enredarte en palabrería.
“El Combate espiritual” de Lorenzo Scupoli.
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