Un sentimentalismo vicioso está envenenando los pozos. Está en las universidades, las iglesias, la industria del entretenimiento en general –las películas, la televisión, los diarios, las revistas, las canciones populares–, los pozos de los cuales extraemos nuestra bebida espiritual, de la cual toda nuestra vida cultural se irriga.
Palabras obscenas, horrorosas, son grabadas en las paredes y las aceras. Frente a la biblioteca, un pervertido vende revistas obscenas. Presenciamos en esos años el crecimiento de un hongo moral, día tras día, con una creciente virulencia, más allá de las normas de la cultura, una cosa extraña. No era cuestión de la ley, el orden y la justicia.
Lo que enfrentamos no es una amenaza criminal reconocida, ni un disenso político, religioso o filosófico. Es la presencia de algo extraño.
Los Estados Unidos no están enfermos. El New Yorker está enfermo. Los estadounidenses no han perdido su sentido común de decencia y pudor, pero el enemigo está en los tableros y la gente está confundida, las reacciones están paralizadas. El dos por ciento está suelto. El pervertido porta el laurel; el vándalo y el subversivo, la corona.
Se encuentra esta basura arrejuntada en las piscinas y en las alcantarillas alrededor de toda nuestra vida cultural, y debemos deshacernos de ella. Saquemos las películas fuera del pueblo. Saquemos los libros (obscenos) fuera de los almacenes locales donde van los niños, ¡y fuera de las escuelas, por amor de Dios! No yendo a la corte o a las reuniones escolares de padres. Los jueces no pueden castigar una enfermedad cultural. Digamos al farmacéutico que su droga es intolerable. Que lleve su negocio a otro lado.
Expulsemos al manojo de profesores y alumnos en las escuelas y universidades que han sido corrompidos por estas cosas. Podemos saber quiénes son, no es difícil. Los niños lo saben. El castigo sólo puede hacerles bien; es la única forma de ayudarles. Necesitan de la norma.
Es la norma la que los conforta. Lo saben por sí mismos; necesitan ser vigilados para evitar que vayan demasiado lejos, que degeneren todos juntos. Me pregunto: si un caníbal viniese a la universidad y comiese su desayuno de sangre humana en la cafetería, si nuestro comité conjunto de alumnos y profesores de disciplina y nuestro canciller y decanos, se sentarían de forma avergonzada en su mesa.
Si nos libramos de todo eso ahora, evitaremos los rifles y las bombas incendiarias; si no, volverán y tendremos edificios incendiados y gente quemada. Debemos usar los instrumentos normales para la restauración de la cultura.
«La muerte de la cultura cristiana», John Senior.
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