Nadie en su sano juicio puede ignorar la gravedad del momento histórico que vivimos. No me refiero a la situación originada por el llamado Covid-19 o por las políticas globales concertadas en su pretexto sino, en una perspectiva más amplia, a las crisis superpuestas que padece nuestra época: crisis de las instituciones políticas, de las religiosas y de las domésticas. Hasta el mismo concepto del hombre se encuentra en violento asedio. No es que nada parezca salvarse, sino que parece que nada “debiera” salvarse: el cambio, la novedad y lo mudable se han convertido en pautas de obligada conducta y hasta de moralidad, si es que esta palabra aún tiene algún significado. Sin embargo, lo inmutable, lo estable o lo dogmático es inmediatamente objeto de las más oscuras sospechas. Vemos enseñar en las escuelas de negocios “managing for change” (en anglosajón, por supuesto), las elecciones se ganan una tras otra bajo el mismo eslogan del “cambio” y las empresas invitan a la “adaptación a los entornos cambiantes”. Podemos compendiar este estado mental como: las tradiciones son rémoras y las emociones puerta hacia el Futuro (con mayúscula).
Por supuesto, no adelantaríamos nada si sólo nos contentásemos en describir esta época como la de la crisis total, pues, como dicen algunos con razón, crisis ha habido siempre. Lo distintivo es que la revolución permanente ha alcanzado hasta el rincón más íntimo de la persona, que es la conciencia. Por más decir: la conciencia ha quedado sustraída de la esfera de influencia religiosa (para la que la conciencia es sagrada e inviolable), y ha quedado a merced del poder secular (para el que nada o casi nada es sagrado o inviolable).
Podría resultar paradójico que en medio de este contexto surjan nuevos pilares fijos que apuntalen y hagan posible la revolución perpetua en la que nos encontramos. Se trata de nuevos fundamentos del (des)orden que se está instalando. Uno es la conservación del medioambiente: en medio del discurso que invita al derrocamiento de cuanto heredamos, se yergue una nueva diosa que justifica y es causa de que todo lo demás no permanezca. Como a un nuevo Pan, el mundo se rinde al ecologismo como la única deidad a cuyo alrededor gira todo lo demás. Así, la única (post)verdad religiosa permitida en este nuevo (des)orden es esta idolatría, al mismo tiempo paganizante e ideológica. El otro pilar es, en un ámbito más geopolítico, la creciente concentración de poder en cada vez menos centros de decisión. Mucho cabría decir al respecto, pues en algún sentido puede considerarse este fenómeno como una evolución espontánea de un mundo cada vez más interconectado, necesitado por tanto de mayor colaboración y entendimiento. Pero en otro sentido aún más realista, la concentración de poder sin una autoridad moral independiente que la guíe y sin instituciones que se escapen a su control es el camino más recto hacia la tiraría. Y ahora, tiranía global.
Me imagino que, ante este panorama descrito, pocos serán los lectores que hayan llegado hasta aquí. Pero si pocos, seremos felices pocos (1). Lo que no admitiría esta lectura es un atisbo de pesimismo, pues como Chesterton recordaba “el pesimismo no consiste en cansarse del mal sino del bien” (2), y el bien no nos pertenece. La pregunta es, sabiendo como sabemos todo lo que está mal en el mundo, ¿qué hacer? O ¿podemos hacer algo?
El mundo moderno que hemos descrito someramente es el embriagado de autodeterminación y esclavitud. Es el mundo que niega la trascendencia y somete el alma al emotivismo, que desata las pasiones, oscurece la inteligencia y debilita la voluntad. Quizá por ello, una primera reacción podría ser la afirmación del alma (de la transcendencia) y el ejercicio de sus tres potencias, a saber: memoria, inteligencia y voluntad.
Pero volvamos a Don Gilberto, cuando afirmaba que si tuviera que dar un único sermón éste sería contra el orgullo (3). Nada puede ir más al centro del problema, y no extraña que afirmase también que, si diera tal discurso, sería probablemente el último que le solicitarían. Por eso, antes de adentrarnos en otros diagnósticos y otros problemas (que abordaremos, Dios mediante, en futuros artículos en esta página) es menester comenzar la reconstrucción por el cimiento. Y es que, si algo ha infectado al mundo, oscurece las conciencias y las predispone contra el bien es la ilusión de que no es Dios de quien depende hasta el más leve movimiento de nuestro ser; el olvido de que, si Él no nos sostuviera, cualquiera de nosotros no sería sino el más abyecto de los criminales.
En otras palabras, toda vez que lo que necesita un organismo enfermo es la medicina, no habrá sino que buscar el verdadero antídoto que funcione. Decía un conocido santo español que “estas crisis mundiales son crisis de santos” (4) y lo mismo nos recuerda Chesterton al hablar de San Francisco de Asís: “cada generación es convertida por el santo que más la contradice” (5). Cuando señalaba que “el santo es una medicina porque es un antídoto” (6), hablaba de ser sal en la herida, sal del mundo en todos los órdenes y en todos los ambientes, sin doble vida, íntegros y sinceros, humildes, caritativos y serviciales para con el bien común de la comunidad política. Salvo vocación especial, el santo no es alguien encerrado en la capilla, ni quien no se ensucia con los quehaceres del mundo, aunque no deba ser del mundo. Pero que nadie se asuste: “lo único que distingue a un santo de un hombre ordinario es su disposición a ser santo” (7).
No nos hemos distraído del propósito de estas líneas, ni rehuimos abordar los distintos problemas que nos aquejan hoy en día, según hemos señalado. Tratamos de evitar que los intentos por reconducir el estado de cosas sean estériles, tratamos de que sean como casa fundada sobre roca y que la defensa del Reinado Social de Jesucristo sea la lucha porque reine en la comunidad política sobre la base del reinado en las vidas personales de cada uno. Aquí no hay disyuntiva posible.
Nada de esto nos aleja de nuestra verdadera naturaleza. Al contrario, recogiendo el legado aristotélico-tomista, el hombre es en esencia zoon politikón, por lo que bien haremos en rechazar, con toda rotundidad, cualquier intento de esquivar las cuestiones políticas para buscar refugio en un espiritualismo que mire con desdén lo humano: “sólo la obra del cielo fue material, la hechura de un mundo material. La obra del infierno es completamente espiritual.” (8) De ahí que si Santo Tomás sigue siendo hoy, para nosotros, fundamental y su filosofía perenne es, precisamente, para evitar tentaciones como esta. No es en balde la advertencia, pues “una religión emocional moderna podría haber convertido en un momento el catolicismo en maniqueísmo” (9). No sé qué diría Chesterton hoy al respecto, pero estoy convencido de que al ver medrar en las mentes modernas la hiedra venenosa del maniqueísmo, compartiría, como decía el profesor Canals Vidal, que “la mentalidad maniquea es blasfema y desintegradora, ciega para la verdad. […] Frente a los maniqueos de su tiempo, tenía que defender San Agustín la licitud para el cristiano del ejercicio de las armas en la milicia al servicio del Imperio“ (10).
De esto se trata, de prestar un servicio a España, a nuestra Patria, que es como decir un servicio al prójimo, siendo conscientes de que sin Dios no podemos hacer nada.
(1) Cfr. “we few, we happy few band of brothers” Enrique V, William Shakespeare.
(2) G.K. Chesterton, “El fin del mundo”. En El hombre eterno. Ed. Cristiandad, Madrid 2011.
(3) G.K. Chesterton, “Si tuviera que dar un único sermón”. En El hombre corriente, Ed. Espuela de Plata, Sevilla, 2018 (2ª ed.).
(4) S. Josemaría Escrivá de Balaguer, “Camino”. Ed. Rialp, Madrid 1998 (68ª ed.)
(5) G.K. Chesterton. “Acerca de los dos frailes”. En Santo Tomás de Aquino. Ed. Espasa-Calpe (Colección Austral), Madrid 1973 (10ª ed.).
(6) Ibidem.
(7) G.K. Chesterton. “La vida real de santo Tomás“ En Santo Tomás de Aquino. Ed. Espasa-Calpe (Colección Austral), Madrid 1973 (10ª ed.).
(8) G.K. Chesterton. “Una meditación sobre los maniqueos“. En Santo Tomás de Aquino. Ed. Espasa-Calpe (Colección Austral), Madrid 1973 (10ª ed.).
(9) Ibídem.
(10) F. Canals Vidal. “La tentación de las antítesis maniqueas” (agosto de 1971). En Política Española: Pasado y Futuro, Ed. Acervo, Barcelona 1977.