Jesús, Señor de la Tempestad
“Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra
la barca que se estaba llenando de agua.
Él dormía en la popa sobre un cojín.
Lo despertaron y le dijeron:
—Maestro, ¿no te importa que muramos?” Marcos 4.37-38
Había sido un día de mucho trabajo para Jesús, como siervo laborioso del amor del Padre, y naturalmente, como todo hombre, estaba exhausto. Tras un día de pregonar en parábolas desde una barca a una platea en la playa, y dar instrucciones a sus discípulos, Jesús se cansó.
Aquel día, al llegar la noche, los apóstoles se hicieron a la mar en su navío, por mandato suyo, para llegar a la otra orilla, a la tierra de los gadarenos, donde Jesús se enfrentaría a una tempestad demoniaca en un cementerio. De pronto aquel navío salvaje se hallaba tambaleándose entre el cielo y el abismo en medio de una calamidad marítima, un Lailaps: tempestad furiosa o maremoto. Desesperados por la tempestad, que arrojaba olas contra la barca y estaba a punto de destruirla, clamaron a Jesús, quien, fatigado en las labores del Padre, dormía plácidamente recostado en un cojinillo junto al timonel. “¿No te importa siquiera un poco que perezcamos?” le increparon. Jesús: el Salvador de los hombres, dejándolos morir por pereza, el Señor de los mares haciendo de las tempestades su colchón de agua.
Aquel Nazareno dormido en el timonel era más confiable que la fuerza de sus brazos, que la arrogancia de su autoconfianza. ¿No fue Él quien tomó el timón del arca en el peor de los cataclismos? No confiamos en Noé, el marinero borracho, y sin embargo aquí estamos. No fue él quien manejó el timón del ancestro de todos los barcos. N.D Wilson escribió que no podemos hacer nada para mantenernos a salvo, en el peligro no estamos más o menos en las manos de Dios de lo que alguna vez hemos estado.
“¿Por Qué os preocupáis?… ¿y quién de vosotros podrá, por mucho que se afane, añadir un instante al curso de sus vidas?” (Mateo 6)
Clamemos nosotros a nuestro Dios antes morir, antes de zarpar de este mundo, pues el sepulcro es el ultimo navío, donde estaremos dormidos e impotentes (como siempre lo estuvimos) y Cristo será quien lleve el timón por nosotros. ¿Acaso no es en medio de la tormenta donde la fe es puesta a prueba? Es fácil hablar del cuidado y la protección que decimos tener en Jesús, haciéndolo desde la comodidad y la seguridad de nuestros hogares. Pero en medio de aquella turbulencia ellos temían por sus vidas, se esforzaban con toda su pericia para sortear las olas indómitas del mar. Eran como las pulgas en los lomos de un toro enfurecido, como un barco de papel higiénico a punto de ser embestido por un tsunami. Todo aquello era la pintura de Hokusai. Jesús era hokusai. Jesús dormía con el toro tomado por astas.
Los apóstoles no veían, tenían sus ojos cerrados, como nosotros, al atravesar experiencias similares en nuestras vidas. Aquello no era una tempestad asesina. Aquello era el mar con los ojos abiertos a lo que había sobre ese cojinillo junto al timonel: “Te vieron las aguas, oh Dios; las aguas te vieron, y temieron; Los abismos también se estremecieron.” Salmos 77:16 Los discípulos no eran los únicos que temblaban de miedo. “Temieron los marineros y cada cual gritaba a su dios” (Jonás 1:5) Ellos temían a la muerte, el mar a aquel hombre dormido: La muerte de la muerte. Llegará el día en el que el mar tendrá que devolverle a sus muertos.
“Jesús fue con ellos a un lugar llamado Getsemaní y dijo a sus discípulos: —Siéntense aquí mientras yo voy allá a orar. Tomó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y empezó a sentir tristeza y angustia. Les dijo: —Siento una tristeza de muerte; quédense aquí, y permanezcan despiertos conmigo.
Se adelantó un poco y, postrado su rostro en tierra, oró…Volvió a donde estaban los discípulos. Los encontró dormidos y dijo a Pedro: — ¿Será posible que no han sido capaces de estar despiertos una hora conmigo?
Por segunda vez se alejó a orar.
Volvió de nuevo y los encontró dormidos, porque tenían mucho sueño. Los dejó y se apartó por tercera vez repitiendo la misma oración.
Después se acercó a los discípulos y les dijo: —¡Todavía dormidos y descansando! Está próxima la hora en que el Hijo del Hombre será entregado en poder de los pecadores. Levántense, vamos; ¡miren! Se acerca el que me entrega.” San Mateo 26.37-46.
La verdadera tempestad se cernía sobre sus cabezas en Getsemaní, aquel huerto de arboles retorcidos, de aceitunas prensadas, donde el Ungido se retorcía y contorsionaba ante la expectativa de las más terribles aflicciones que pronto zanjarían su alma. En esta ocasión eran ellos, sus discípulos, los que dormían, quizá en el único momento, en el curso de sus vidas, en el que de verdad debían haber estado despiertos. Sin embargo Jesús, en solitario, agonizaba por lo que estaba a punto de enfrentar para salvarlos, como un Jonás a punto de saltar por la borda, ser devorado por la tempestad y permanecer tres días en el Seol más profundo. Ahora es Cristo quien les recrimina, atónito, ante la más tragicómica ironía: “¿Están durmiendo? ¿No les importa perecer en el infierno? El mar al que temían era una gota temblorosa, él es un abismo de fuego. Sigan durmiendo, el cordero ya se encamina al matadero”.
Doxología:
“Den gracias al Señor por su amor, por las maravillas a favor de los humanos. Ofrézcanle sacrificios de acción de gracias y proclamen sus obras con aclamaciones. Se hicieron a la mar en sus navíos, comerciando por aguas caudalosas, contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en alta mar.
Él mandó alzarse un ventarrón borrascoso, que encrespaba las olas; subían a los cielos, bajaban al abismo, su aliento se entrecortaba por el peligro; danzaban y se tambaleaban como borrachos, pues su pericia se había desvanecido.
Pero clamaron al Señor en su angustia y los sacó de sus congojas. Redujo la borrasca a susurro y enmudeció el oleaje del mar. Se alegraron de aquella bonanza, y los condujo al puerto ansiado.” Salmos 107:21-30