La humanidad en acto se caracteriza por su conflictividad latente; un conflicto en permanente subyacencia. Vivimos en permanente confrontación con nuestros hermanos, vecinos, amigos, adversarios, enemigos y rivales. La contienda bélica solo representa la máxima expresión política de una conflictividad cuya combustión arranca en el espíritu de los hombres en cuanto hombres. No solo la carne es débil.
A la hora de la confrontación, lo que distingue a los hombres de las bestias no es la renuncia al uso de la fuerza, sino la presencia de la caridad en situaciones de la belicosidad más diversa. La guerra entre Rusia y Ucrania está sirviendo para desarbolar a una sociedad herido de muerte por humanismo. La soberbia hilada al pensamiento imperante desafía a la realidad que nos dice que la propia guerra es más natural por su inherencia a la condición humana que el pacifismo; la manifestación de la desorientación política que padece el humanismo vigente. Al contrario de lo que se obstinan en sostener los biempensantes, el humanismo es una maldición para el género humano; en tal impronta no anida virtud alguna sino una distorsión de la concepción humana de la sociedad. El hombre ha testimoniado de sobra en los anales de la historia no estar hecho para ejercer de centro del universo. Le queda grandísimo el desafío. Todo lo que toca la gravitación humanista lo transmuta en vicio y descompostura. A pesar de la tabarra artística que siempre lo ha almohazado, en el humanismo pesan dos trágicas lacras: la filosofía antropocéntrica y una vitalidad naturalista que ya transitaron nuestros congéneres desde el ” abandonarse a Dios” hacia el “abandonarse en sí mismo”. Bien que se tragaron los primeros de la saga que aquello era el camino hacia el Edén. Ahora los últimos pimpollos pagan las consecuencias de tal temeridad antropológica, y viven en un permanente estado de desorientación al albur de las tragedias y los manipuladores. La guerra se ha llevado por delante su filosofía y les ha dejado un naturalismo sentimental sobrepasado por los acontecimientos.
En uso de la terminología Thibon, dos son los elementos que sostienen a toda sociedad: el equilibrio y la armonía. En toda paz estrictamente política, una sociedad dispone de equilibrio sin armonía; le aguarda una guerra latente. A toda paz estrictamente moral, le espera la tragedia política derivada de una sociedad que dispone de una armonía sin equilibrio. En cualquier caso, el descoyuntamiento comienza con el zarandeo del principal asidero, el de los fines últimos cuales tienen la propiedad de permitir al hombre reconciliarse consigo mismo y sus iguales. No hay otra paz universal que la paz cristiana; “ páz a vosotros “ dijo Jesucristo Resucitado a sus discípulos dejando claro que la paz que dejaba no era la de los manejos de los hombres. La del mundo actual es de condición naturalista y por ende sometida a las pasiones. Ese humanismo lastrado más si cabe por la corriente naturalista, impronta las peores disquisiciones, plenas de suspicacia y emotividad informe, cuando llega el conflicto. Para el humanista, ese naturalismo es una parte esencial a la que no puede renunciar: “el humanista no se resigna a mutilar su yo; se acepta por entero “ decía François Mauriac en sus disertaciones comparativas entre el cristianismo y el humanismo. En la guerra de Ucrania, el clamor de los pueblos ha venido inflamado de juicios morales sustanciados sobre todo en los daños colaterales; un producto del emotivismo moral.
El emotivismo moral, de progenie humanista, es un grave error por el simple hecho de prescindir del caracter heteronómico de la ética. No se descubre el Amazonas, al decir que la ética es heteronómica, y no autonómica. La heteronomía es un elemento formal de la ética que toda persona en su fuero moral ha de percibir. Por el contrario, la moral de sentimientos, de pasiones, que, por norma, sin norma exige plena autonomía ética, impide arrostrar cabalmente las situaciones de conflicto. Vindicar la autonomía moral de los sentimientos presenta el desbarajuste de elevar las bajas pasiones al nivel de los juicios sumarísimos sobre la guerra y la paz.
Decía San Pío de Pietrelcina que la paz habitaba en la sencillez del espíritu. Resumía así: “es la simplicidad del espíritu, serenidad de la mente, tranquilidad del alma, vínculo de amor, el orden, la armonía entre todos nosotros, es un gozo continuo que nace del testimonio de la buena conciencia; es la alegría santa del corazón, en el que reina Dios”. Pero el humanista de nuestra era, (hombre de sentimientos espumantes) la busca con desesperación en las emociones que inundan de simpleza e histeria su raciocinio. El cristiano al calor de su fe busca respuestas, mientras el humanista, su antítesis, regocijado en sus sentimientos busca airadamente culpables, algo que evoca a aquel desquiciamiento gregario de los lapidadores de adúlteras.
El humanismo vigente, lo fía todo a la espontaneidad de los sentimientos y a la sensibilización institucional (una suerte de exaltación emotivista de esa farsa política llamada “interés general“). Con este panorama no es de extrañar que los pimpollos actuales bailen al son de los manipuladores que azuzan la propaganda novelesca consistente en romancear a unos y abominar de otros. Las capidisminuidas convicciones del humanista vigente son obra de un impulso maquinal sensible a los estímulos de la propaganda que sugiere cuál es el último monstruo del que el humanista ha de salvar al mundo. Los manipuladores, a sabiendas de tan tremenda debilidad, agitan la suspicacia del orbe cuando se avecinan escenarios convulsos. Los desatinos de la suspicacia humanista reafirman una vez más la necesidad de conciliar la verdad y la probidad. Es más, no puede haber verdad sin una virtuosidad que eduque el amor. Se equivocan los humanistas al caer en el prejuicio suspicaz de que para acertar hay que “pensar mal “, juicio procedente de un refrán malentendido. Al contrario, para pensar mal primero es necesario acertar. En esa latitud, cambiar el orden de los factores sí altera el producto, y no lo altera de cualquier manera, lo altera trastornando el orden de la conciencia.
La enfermedad del humanista vigente, espumante de emotivismo, es la de una moral de sentimientos azuzados por la pompa mediática de los manipuladores. Inconscientemente se ve inmerso en una caza de brujas, en busca de los malvados a quienes poder calzar sus esquemas maniqueos de lapidador de adúlteras, angelicando y demonizando a las partes de cada conflicto. Una moral de planta hobbesiana que, con la instrucción mesmerista de los manipuladores, siembra la peor guerra entre bastidores (la discordia) y perturba la paz del espíritu.
La paz universal no puede ser otra que la paz cristiana, la única que puede fundamentar la paz moral, la única que puede sostener la paz política, la única capaz de institucionalizar la sencillez de espíritu que esbozaba el padre Pío, la unica que reestablece el equilibrio y la armonía. La paz del Señor. Nadie que no tenga paz puede repartir don tan preciado. La fragilidad del hombre y su inclinación a la concupiscencia hacen que obtenga la paz fuera de sí mismo, fuera de su dominio. El origen de la paz no radica en el hombre, solo la puede recibir de Dios y Su Ley. Momento para advertir que el humanista que adolece de un amor sin ley, será aplastado por una ley sin amor; la de la propaganda tiránica de los manipuladores.
Doctor investigador en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Doctor en ciencias económicas, empresariales y jurídicas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Columnista de Religión en Libertad. Servidor de: Dios, la Iglesia y usted.