La Leyenda Negra antiespañola es una simple excusa, y siempre lo ha sido. Ayer y hoy, demuestra ser otra demostración de la posible utilización de la Historia como instrumento para legitimar el poder, denigrar al contrincante o buscar alianzas, perseguir al enemigo o adoctrinar al pueblo, desde ese recuerdo mitificado. Un arma política en toda regla, atacando al adversario externo o reprimiendo la disidencia interna, desde la apelación a una visión del pasado que les da la razón en su verdad, y de la que son herederos, como continuación o como revancha.
Y dicha Leyenda fue un instrumento operativo, tanto en su génesis propagandística contra la Monarquía hispánica por sus enemigos europeos, allá por los siglos XVI y XVII, en busca de movilizar conciencias opositoras o controlar sus territorios (y no “liberarlos”), como en su persistencia ideológica contemporánea, al revelarse como efectiva herramienta de movilización partidista frente a la herencia ibérica (y por ende occidental en otros ámbitos) a la que se acusa, de forma surrealista, de los problemas estructurales de una región. José Álvarez Junco dio en la diana cuando escribió que:
“la Historia aspira a un status de ciencia social, un tipo de conocimiento que no admite la arbitrariedad, el ocultamiento o el falseamiento de fuentes. Y esto es lo malo: que muy buena parte de la Historia que se escribe cae en este tipo de deformación porque tiene una finalidad política: es decir, que se usa como argumento al servicio de una causa; normalmente, a justificar la existencia de la organización política en la que habitamos (o la de otra organización alternativa que pretendemos crear” (Los malos usos de la Historia, 2013).
Lo saben muchos líderes e intelectuales hispanoamericanos. Conocen como usarla políticamente, y lo hacen sin miramientos. La Leyenda Negra se rescata cuando se demuestra, cada día, el fracaso de su gestión, cuando quieren romper con el pasado para perpetuarse en el poder, cuando quieren legitimarse como fundadores de un nuevo sistema “originario” de tintes autoritarios, o cuando quieren echar la culpa de los problemas no a las elites actuales que gobiernan sino a supuestas herencias que no gobiernan.
El pasado importa, demasiado. Pero, en determinados asuntos, no para conocer o aprender, sino para conquistar puestos y mentes. Es un arma política contrastada, también en Hispanoamérica. Se ha recurrido a la misma desde la noche de los tiempos: en la iconografía y en los festejos, en libros y discursos, en la escuela y en los medios, en gobiernos y en parlamentos. Y se recurre, a veces sistemáticamente, en las interpretaciones sesgadas o interesadas para construcciones y reconstrucciones nacionales: descontextualizando el devenir, no estudiando los hechos en sus luces y sombras, interesándose solo por lo leal ideológicamente, sacralizando unos acontecimientos y omitiendo otros, borrando los símbolos pasados o transformándolos a conveniencia, manipulando legados que sí sirven a la causa, y rindiendo cuentas desde el presente con un pasado que ya no existe. El caso de nuestra Leyenda es de libro: se sacan solo, o se subrayan sobremanera, los errores o excesos cometidos en la primera Globalización moderna, sin atender a la realidad sociocultural compartida y heredada, sin comprenderla en su contexto explicativo, sin compararla con lo ocurrido en otras etapas y en otros lugares, sin analizar sus causas y consecuencias a medio y largo plazo, sin usarla para mejorar la comunicación y la convivencia entre naciones hermanadas por lazos profundos, y sin entender que la interesada crítica ideológica a lo acaecido no puede evitar la necesaria crítica social a la actualidad de millones de sus ciudadanos sin derechos y oportunidades (por instituciones vigentes parece que fallidas).
Porque el presente duro de los ciudadanos, parece, poco importa. Dos siglos después, ni más ni menos, España sigue siendo culpable. Y no ideologías caducas, ni malas gestiones, ni caudillismos variados, ni las influencias foráneas del vecino useño. La vieja “piel de toro” es, siempre, la responsable del subdesarrollo, la corrupción y la pobreza. Otro chivo expiatorio más, clásico en la denominada como América Latina, para políticos que hablan español, tienen nombres o apellidos españoles, y viven con las comodidades de la civilización occidental pese a apelar, en emotivos discursos, a un idealizado edén indigenista o prehispánico que nunca existió (lo que sí existieron fueron singulares civilizaciones con importantes aportaciones y con las crueldades que siempre tienen poderes supremos) y que poco tiene que ver con la independencia de las antiguas provincias españolas (y más con los intereses políticos y económicos de los “españoles de América” sobre las fronteras administrativas del Imperio hispánico en la región).`
Es una constante, y siempre lo será: el uso político del pasado. Mitos y leyendas, anales y crónicas, estudios y revisiones historiográficos han sido utilizados, y seguirán siéndolo, por dirigentes y activistas para legitimar su poder o para deslegitimar el del contrario. Se tiran las estatuas de supuestos tiranos en ciudades de Colombia o Venezuela (“los conquistadores”), pero se erigen las de otros tiranos exculpados por su supuesta contribución a la causa neoindigenista (“los caudillos”). El historiador mexicano Enrique Florescano lo analizó, perfectamente, en la construcción nacional de su país:
“puesto que la reconstrucción del pasado es una operación que se hace desde el presente, es natural que los intereses que más pesan en ese momento participen en la recuperación del pasado. Cada vez que un movimiento político impone su dominio en una sociedad, su triunfo se vuelve la medida de lo histórico, domina el presente, comienza a determinar el futuro y reordena el pasado: define que recuperar del inmenso pasado y para qué de esa recuperación” (La función social de la Historia, 2012).
Esa dimensión instrumental y, por supuesto, adoctrinadora fue novelada por George Orwell, como medio de reinvención, una y otra vez, de los motivos para llegar al poder o para conservarlo, en su mítica fábula Rebelión en la Granja, donde animales estalinistas modificaban el recuerdo colectivo para engañar a los animales trotskistas. En Hispanoamérica asistimos, en la era global, a una Historia interminable de subjetivas afrentas, y no de soluciones, que ciertos representantes proclamados como bolivarianos, saben utilizar muy bien en su beneficio.
Los ejemplos de su uso se suceden. En México, con enormes tasas de violencia pocas veces conocidas por el gran público, el gobierno del “criollo” Andrés Manuel López Obrador (AMLO), pidió, por increíble que pareciese, que España pidiera perdón quinientos años después por la Conquista (sin renunciar a la civilización que los pueblos hispánicos de la Edad Moderna, y no España, llevaron a esas tierras); y después festejaba, por todo lo alto, al Imperio mexica, olvidando la naturaleza teocrática del mismo, escondiendo la vulneración de los derechos humanos bajo el mismo, y sin atender a los verdaderos y presentes pueblos indígenas en su país sometidos a grandes niveles de marginación y desempleo. En ciudades hispanoamericanas fundadas por castellano-leoneses (e incluso californianas), donde se habla el idioma surgido de estas tierras, sus apellidos predominan y se vive en edificios y no en cabañas, turbas lideradas por nietos de criollos derrumbaban las estatuas de conquistadores hispanos, eliminaban sus referencias del callejero, e incluso reescribían los libros escolares para olvidar ese pasado colonizador; pero, no tan paradójicamente, dejaban en pie las efigies de conquistadores precolombinos, olvidando de manera interesada, como los incas dominaron a sangre y fuego a sus vecinos acllahuiza, condesuyo, huancas, tarmas, cajamarcas, cañaris, collas y lupacas, o como los mexicas sometieron opresivamente a chalcas, colhuas, tepanecas, tlahuicas, tlaxcaltecas, xochimilcas. Asimismo, líderes de Argentina, Perú o Venezuela, países con pobreza masiva que alcanzaban a más de la mitad de su población, empleaban esa Leyenda para atraer a masas de descartados por su propia nación, prometiéndoles ucronías indigenistas o utopías neoindigenista (más como banderas o etiquetas urbanas) que siguen dejando a los verdaderos indígenas en la sombra, o escondiendo que sus fundacionales Guerras de Independencia fueron, inicialmente y en su mayoría, “guerra civiles” entre los citados “españoles de América” al mando de población india o mestiza que combatió en uno u otro lado. Y, además, estas elites que enarbolan esa bandera neoindigenista aceptan, sin dudar, todas las “innovaciones” sociales y mentales que impone el “quinto capitalismo” (remozado como “inclusivo”) y su ideología de género de manera neocolonial, pese a chocar, directamente, con sus teóricas posiciones alternativas antiglobalistas, y con las creencias ancestrales de las auténticas, y excluidas, comunidades indígenas de sus respectivas naciones.
El pasado nunca puede ser idealizado, ni debería ser instrumentalizado, y mucho menos interpretarlo, sin los matices adecuados, con los ojos del presente. Frente a la memoria histórica, siempre resiste la ciencia histórica. Y ante esta Leyenda, la Historia como ciencia recoge lo mejor y lo peor que han hecho las comunidades políticas (real o simbólicamente) desde las fuentes, generando interpretaciones y abriendo debates. Cada vez surgen más obras, tras décadas de silencio mayoritario (o de complejo identitario), que demuestran ese uso instrumental y plantean nuevas perspectivas. Las mismas pueden completar o matizar la visión pretérita de Zacarías de Vizcarra o Ramiro de Maeztu, que hablaron de esa Hispanidad que unía a pueblos diversos más allá del Atlántico, desde una comunión cultural y espiritual con sus luces y sus sombras; o seguir y desarrollar los análisis pioneros de Emilia Pardo Bazán, Vicente Blasco-Ibáñez o Julián Juderías, que lucharon para acabar con la visión que condenaba a un país “históricamente”, justificando el subdesarrollo material y vital de su identidad en la edad contemporánea al ligarse, a su juicio, a un complejo de inferioridad nacional o de culpa colectiva que paralizaba y desunía, como escribió Julián Marías:
“La Leyenda Negra consiste en que, partiendo de un punto concreto, que podemos suponer cierto, se extiende la condenación y descalificación de todo el país a lo largo de toda su historia, incluida la futura. En eso consiste la peculiaridad original de la Leyenda Negra. En el caso de España, se inicia a comienzos del siglo XVI, se hace más densa en el siglo XVII, rebrota con nuevo ímpetu en el XVIII —será menester preguntarse por qué— y reverdece con cualquier pretexto, sin prescribir jamás” (España inteligible, 1985).
Pero este concepto histórico, con significado ideológico y sentido político, ha mutado en su forma, aunque no en su fondo. Originalmente fue propaganda de los rivales expansionistas en la Edad Moderna, fue medio para la “europeización” acelerada de la nación española desde posiciones liberales y progresistas en la más reciente Edad Contemporánea y, en el siglo XXI persiste como argumento central de determinados discursos políticos que exigen que los supuestos herederos de los opresores pidan perdón a supuestos herederos de los oprimidos: del citado chivo expiatorio en América, de la mano de distintas fuerzas de la llamada “izquierda bolivariana” (del Foro de San Pablo al Grupo de Puebla); a la permanente deuda democrática en España, contra la dominante derecha católica, centralista y españolista, esgrimida recurrentemente por sectores de la autodenominada “izquierda alternativa”, en connivencia con nacionalismos periféricos de base etnicista. Y que en nuestro país ha condicionado muchos libros de textos y condiciona demasiadas posiciones políticas, cuando en la vieja Europa es cada vez más marginal o cuando en la misma América hubo un momento donde importaba más al ciudadano corriente como llegar a fin de mes. Porque como señalaba Stanley G. Payne, “la leyenda negra de España se la han creído más los españoles que los extranjeros”.
Es evidente la construcción de la instrumental de la Leyenda Negra sobre los pueblos hispánicos, en su proceso político imperial desde los albores de la Reconquista: la visión árabe-musulmana ante la conclusión de la conquista cristiana de los territorios de Al-Ándalus (y la posterior expulsión de los moriscos), la posición de principados y ciudades itálicas ante la llegada de las tropas catalano-aragonesas en su dominio del Mediterráneo, los ataques anglosajones ante la primacía de la Monarquía hispánica en el rutas atlánticas (con las obras de Richard Hakluyt), la crítica alemana a la defensa hispana del catolicismo durante las “guerras de religión” en el solar del viejo Sacro Imperio Romano-Germánico (como la establecida en El libro de los mártires de John Foxe), y la propaganda neerlandesa frente a presencia castellana en las zonas católicas de los Países Bajos (con la determinante Apología del príncipe d’Orange de 1576). Diferentes fenómenos que convergieron, en plena Edad Moderna (desde la famosa polémica del exiliado Antonio López, otrora secretario de Felipe II), para deslegitimar la Gobalización hispánica: un pueblo bárbaro e iletrado, sumido en el oscurantismo religioso y dominado por la cruel Inquisición, subdesarrollado económicamente y opresor de las regiones donde ponían pie sus Tercios. Y que se focalizó, finalmente, en la conquista y evangelización de América por los pueblos ibéricos, siendo determinante munición en la futura independencia de las antiguas provincias (virreinatos, audiencias y capitanías generales). Los “libertadores” criollos, sufragados por los enemigos de la Monarquía hispánica, como era lógico, usaron esta construcción política para atraer adeptos a su causa, dentro y fuera de las nuevas naciones construidas sobre las viejas fronteras españolas; y que es bien visible en discursos de Sucre o Bolívar, o en textos fundamentales como la Carta dirigida a los españoles americanos por uno de sus compatriotas de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. Como escribía Philip Wayne Powell, esta Leyenda tuvo una génesis y evolución funcional, perfectamente diseñada y personalizada:
“La premisa básica de la leyenda negra es que los españoles se han mostrado históricamente como excepcionalmente crueles, intolerantes, tiránicos, oscurantistas, vagos, fanáticos, avariciosos y traicioneros; es decir, que se diferencian de tal modo de los demás pueblos en estas características que los españoles y la historia de España deben ser vistos y comprendidos en términos que no son empleados habitualmente para describir e interpretar a otros pueblos” (Árbol de odio, 1971).
Durante las décadas de descomposición del Imperio Hispánico, liberales y afrancesados vincularon la construcción de la nueva Nación española, desde el despotismo ilustrado o desde la democracia censitaria, con la perpetuación de esa visión crítica del pasado que había, definitivamente, que superar para “europeizar” a España. Un complejo de inferioridad por un pasado demasiado tradicional y opresor, actualizado política y económicamente a partir de la duras críticas de autores como Montesquieu, en sus Cartas Persas (1721) y Adam Smith, en La riqueza de las naciones (1776), Y complejo que impidió, como conciencia colectiva, una vía alternativa y propia de desarrollo que combinara lo mejor de la herencia y de la modernidad, como no pudieron revertir los regeneracionistas (de Joaquín Costa a Lucas Mallada) tras la pérdida de las provincias de Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y la pésima situación entre la invasión napoleónica y la Restauración borbona; porque durante más de un siglo, el proceso de construcción nacional español dejó a España en una situación de marginalidad geopolítica, de atraso socioeconómico y de conflictividad casi permanente, con la sucesión de pronunciamientos militares (de 1820 a 1923) y de Guerras Civiles (entre 1833 y 1939).
Fue pura “batalla cultural”; parafraseando a Carl von Clausewitz, como continuación de “la guerra por otros medios”: en este caso, del debate historiográfico a lucha política. Y en España lo sigue siendo. De un lado, como persistente leitmotiv de nacionalistas y separatistas contra el proyecto español de convivencia común, y de izquierdistas o progresistas contra herencias católicas y conservadoras arcaicas. España, primero como Imperio y después como Nación, tenía una especie de “pecado de origen” que había que confesar una y otra vez. Y de otro lado, como emergente reacción cultural, mediática o intelectual (en sectores del centro-derecha español, o de antiguos izquierdistas hoy considerados hasta como “rojipardos”) ante el dominio, en la escuela y la academia, de los usos políticos fundados en la Leyenda, como símbolo representativo de ese “pecado” que condiciona, sin solución de continuidad, un sistema opresor hispánico a uno y otro lado del Océano y que va desde Don Pelayo a Francisco Franco (y, para algunos sectores, hasta sus herederos del PP, de Ciudadanos, de Vox o de las grandes empresas, medios y “cloacas”).
Sobre esta reacción, nuevas imágenes y palabras reclamaban debate, conocimiento u orgullo. Las imágenes llamaron mucho la atención. El documental de José Luis López Linares España, la primera Globalización, supuso un punto de inflexión al respecto; y lo fue porque realizaba, con gran talla visual y elaboración técnica, una impresionante reconstrucción didáctica del impacto del Imperio Hispánico en el mundo, con la colaboración de 39 historiadores, pensadores y artistas, y convirtiéndose en fenómeno viral. Y el arte del barcelonés Augusto Ferrer Dalmau, “el pintor de batallas”, plasmaba en cuadros increíbles varias de las grandes gestas de dicho Imperio en su largo recorrido: Rocroi, el último Tercio (2011), Agustina de Aragón (2012), El milagro de Empel (2015) o Presa en Gibraltar (2016).
En cuanto a las palabras, la lucha estaba servida, especialmente con el impacto de la obra de María Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra (2016). Éxito de ventas y cúmulo de polémicas que llamó la atención popular sobre los hechos que construyeron la identidad española, diferenciada en el exterior y unificada en el interior. Y que dio luz a un fenómeno reivindicador, gestado años antes, y donde destacó la obra de un hispanista británico, J.H. Elliott, que, a diferencia de sus colegas centrados en la singularidad subdesarrollada del pasado más reciente de España, comprendió la complejidad de todo proceso histórico como el protagonizado por los pueblos hispánicos:
“No se ha realizado ningún intento serio de evaluar los gastos y los beneficios del imperio para la España de los Habsburgo y, de hecho, no es una empresa factible. Hay, además, consecuencias intangibles como el desarrollo entre los castellanos de un nacionalismo mesiánico, que es obviamente imposible de evaluar en términos de costes y beneficios. Se podría contabilizar como un beneficio el que la determinación moral de Cortés y de sus compañeros estaba fortalecida, sin lugar a dudas, por la identificación de su causa con la de Dios, Carlos V y Castilla. Pero igualmente se podría contabilizar como un coste el que esta confianza en su causa fuera considerada por los demás como arrogancia, que los castellanos se granjearan el odio del resto de los europeos y que sus bárbaras hazañas en el Nuevo Mundo añadieran una nueva dimensión a esa visión de España y los españoles que se conoce como la Leyenda Negra. Hacia el final del siglo XVI, España fue condenada en el banquillo europeo por sus atrocidades contra pueblos inocentes. El efecto de este consenso europeo sobre la innata barbarie y crueldad de los españoles, sirvió para fortalecer la resolución de los numerosos enemigos de España de preservar al continente de su sangrienta dominación. Por tanto hay, y siempre habrá, estrictas limitaciones a cualquier intento de sopesar las ganancias y las pérdidas originadas por el «imperio de Indias» a la España metropolitana. No obstante, algo se puede hacer para mostrar áreas de estudio fecundas para una investigación sobre las formas en las que la inversión en el imperio influyeron sobre la historia de la propia potencia imperial” (La España Imperial, 1963).
Reacción historiográfica que se difundió gracias a numerosos autores, con diferentes posiciones y ópticas, pero con un ascendiente patriótico común (que no nacionalista), y entre los que podríamos destacar a Iván Vélez con Sobre la leyenda negra (2014), Stanley G. Payne y En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras (2017), Alberto G. Ibáñez, Historia de odio a España (2018), María Saavedra Inaraja y La forja del Nuevo Mundo. Huellas de la Iglesia en la América española (2018), José Javier Esparza con No te arrepientas (2021), Borja Cardelús y La civilización hispánica (2018), Pedro Insua y 1492. España contra sus fantasmas (2018), Sverker Arnoldsson y Los orígenes de la leyenda negra española (2018), Ernesto Ladrón de Guevara con Nueva defensa de la Hispanidad (2020), Javier Santamarta con Fake news del Imperio español: Embustes y patrañas negrolegendarias (2021), Fernando Díaz Villanueva y La ContraHistoria de España: Auge, caída y vuelta a empezar de un país en 28 episodios históricos (2021), Rafael Aita y Los Incas Hispanos: La Historia no contada de la Conquista del Perú (2022), Jon Juaristi y Juan Ignacio Alonso con El Canon Español: El legado de la cultura española a la civilización (2022), o Santiago Cantera y Luces de la Hispanidad. La valiosa huella española en América (2022).
E incluso desde la propia Hispanoamérica se sumaron a esta empresa. Destacó el analista y profesor argentino Marcelo Gulló, quién demostraba y desmontaba la naturaleza instrumental, sin complejos y con fuentes solventes, de esta Leyenda; y lo hacía en su obra Madre Patria. Desmontando la Leyenda negra desde Bartolomé de las Casas hasta el separatismo catalán (2021), donde analizaba detalladamente la construcción política de la misma y sus usos políticos e ideológicos que buscaban la división y el enfrentamiento al servicio de caudillos que solo pensaban en sus propios proyectos oligárquicos. O la obra de otro autor argentino, Cristian Rodrigo Iturralde, con su trabajo 1492. Fin de la barbarie. Comienzo de la civilización en América (2019), donde ponía sobre la mesa aspectos reales, pero muy incómodos, de ese pasado prehispánico idealizado, y resaltaba las grandes aportaciones que llevaron los pueblos hispánicos, pese a sus fallos, al “nuevo Mundo”: de las pioneras Leyes de Indias a las Universidades de primer nivel. E incluso el historiador mexicano Eduardo Matos Moctezuma, en su discurso como Premio Princesa de Asturias, declaraba, elocuentemente, que “México y España están unidos por lazos indisolubles. Lo que hoy son nuestros dos países venían, de siglos atrás, arropados en sus propias historias; en el año de 1521 se dio la conjunción de ellas. En aquel año ocurrió el encuentro de dos maneras de pensar diferentes, de sociedades que tenían su propia visión del universo”, porque:
«La historia nos muestra, a lo largo de los siglos, que toda guerra conlleva muerte, destrucción, desolación, imposición, injusticia y violencia. España lo ha vivido en carne propia. México también. Esto no se olvida, pero tampoco podemos anclarnos en el pasado y guardar rencores, sino mirar hacia adelante. En esto, México y España deben dirigirse hacia un futuro promisorio” (2022).
c) La ciencia histórica
La Historia, repetimos, no es memoria. En una disciplina científica que recupera las experiencias del pasado, que explica la mismas en su impacto en las posibilidades del presente, y que las comprende en las expectativas que condicionan el futuro. La llaman “maestra de la vida”, pero se puede usar como preceptora de muchas manipulaciones. Y así la han utilizado, y la utilizarán, los unos y los otros; obviando, lógicamente, lo que es la verdadera Historia, imperfectamente objetiva del quehacer humano, y menos sentimental o sensacionalista de lo que muchos les gustaría, como nos legó Leopold von Ranke:
“observar las causas de los sucesos y sus premisas, así como sus resultados y sus efectos, en discernir claramente los planes de los hombres, los extravío con los que unos fracasan y la habilidad y la sabiduría con que los otros triunfan y se imponen, en conocer por qué unos se hunden y otros vencen, por qué unos estados se fortalecen y otros se acaban; en una palabra, en comprender a fondo y con la misma minuciosidad las causas ocultas de los acontecimientos y sus manifestaciones exteriores” (Pueblos y Estados en la historia moderna, 1948).
El que busca y escribe la Historia no está buscando ajustar cuentas ni hacer determinados tipos de justicia. Ni condena ni expulsa. Está investigando, interpretando, debatiendo y divulgando los hechos más significativos que interesa a la sociedad que le financia, le lee o le apoya. Para los usos más instrumentales ya están los políticos e ideólogos cada día. Y respecto a la Leyenda, esta ciencia social y humanista aborda los crímenes y los amores, los abusos y los pactos, las guerras y las alianzas, las imposiciones y las mezclas, en una reconstrucción plausible del hecho histórico de la Conquista, en sus causas y consecuencias, dentro del fenómeno político y geopolítico conocido con el término de Imperio Hispánico.
Porque esta ciencia no es una losa identitaria, ni una especie de tribunal de apelaciones, ni un permanente foco de conflicto; aunque si lo es, o lo parece, cuando deriva en visión oficial o en memoria aún más oficial. Existen antiguos hechos brutales e inhumanos, con repercusiones reales y peligrosas en el contexto actual, que hay que condenar y no repetir, claro está. Pero más allá de amenazas concretas que puedan usar ese pasado denigrante (y para ello está el código penal), la ciencia histórica debe, en primer lugar, enseñar, académica o didáctica, nuestro imperfecto recorrido civilizatorio, mostrando los conceptos, ideas y hechos, vividos subjetivamente u objetivamente interpretados, que explican la realidad accesible que ha sucedido, dejando la posible condena moral a los ciudadanos libres. Y, en segundo lugar, debe reflexionar, casi metahistóricamente, sobre los usos políticos de la disciplina, en este caso, como arma que pone, de forma habitual, sobre la mesa de los que manda o aspiran a mandar. Se muestra y demuestra en la reciente expansión globalista (desde el poder del eje euroatlántico, en manos del llamado y actual “capitalismo inclusivo”) cuyas elites, como no podría ser de otra manera, usan medios de censura o cancelación de episodios antiguos, o exigen arrepentimiento o perdón por todas aquellas formas pasadas de vivir o pensar que pueden ofender la sensibilidad posmoderna de tolerancia y diversidad; y lo hacen, quizás, como necesaria y consecuente herramienta para destruir, o humillar, a identidades nacionales diferenciadas o proyectos soberanistas multipolares que pueden contradecir, o ser alternativas, a su sistema de creencias y valores dominante en Occidente.
No se puede ni idealizar ni condenar, sin más, el contenido de toda Historia. Ni fuimos tan malos ni somos tan buenos. Hay que aprender de los errores y de los fracasos, entendiendo el contexto vital y mental de cada creación y cada decisión de las personas y las comunidades que nos antecedieron. Porque toda creación humana responde a unas coordenadas civilizatorias fuera de las cuales, pierde buena parte de su sentido y su significado. Y la obra de los pueblos que hicieron posible la Hispanidad, como legado cultural mestizo y trascendental, tiene una explicación que hay que comprender y unas repercusiones que hay que valorar. Los mitos y las leyendas no son ni inocentes ni espontáneas: tienen una función muy clara desde que el mundo es mundo.
La realidad siempre debería superar a la ficción: pueblos y ciudadanos hermanados por lazos culturales y sociales muy profundos, a uno y otro lado del “Charco”; emigrantes que fueron y que llegan, con historias compartidas de éxitos y fracasos; familias que se crean entre unos y otras; singulares mestizajes propiamente hispanoamericanos y una lengua que se comparte con acentos y hablas diversas. España y América tienen una historia común con luces y sombras: un “pasado presente”, al estilo de Reinhart Koselleck, que debiera fundarse en la verdad de una “Historia real” siempre compleja, de ciudadanos que buscan el conocimiento de los que les une, y no de una “Memoria ideal” reinventada por poderes que buscan, simplemente, enemigos de los que diferenciarse. Decía G.K. Chesterton decía que “uno de los extremos más necesarios y más olvidados en relación con esa novela llamada Historia, es el hecho de que no está acabada”. Y la ciencia histórica, pese a presiones políticas y deudas ideológicas, seguirá siendo escrita para enseñarnos lo que hicimos y no hicimos. Magistra vitae.