Alerta
Pueblos legendarios y enormes Imperios cayeron en el pasado por causa de malas cosechas, de sequías y de calores intensos que secaron campos y mentes (como muestra la crónica y demuestra la arqueología): de los Harappa a los Rapa Nui, de Nínive a Roma. También por enormes inundaciones, entre la lección de Noe (presente en todas las culturas antiguas), los descubrimientos en el mundo mesopotámico o egipcio, y las escorrentías brutales y recurrentes en el clima mediterráneo. Y muchos de ellas no han dejado rastro de su existencia. Toda civilización tiene su cambio climático, y la sociedad globalista, culminación etérea de la revolución industrial y del proyecto ilustrado, también tiene el suyo. Quizás será su tumba si no hay de todo y no hay para todos, pese a promesas y propagandas. En la historia encontramos túmulos funerarios de reyes mortales que se pensaron divinidades eternas.
En el siglo XXI se habla de Apocalipsis climático: aumenta la contaminación, suben las temperaturas, crece el desierto, se derriten los polos. La ecoansiedad prende en el mundo urbano y todas las empresas se suman a llamada a la supervivencia; pero, paralelamente sigue creciendo la basura de manera exponencial (según la base de datos del Banco Mundial “What A Waste Global Databasel”), entre el derecho sagrado a consumir y el deber ideológico de reciclar. Algo no cuadra. A lo mejor, a modo de hipótesis, se podría decir que la sostenibilidad oficial se ha convertido en la palabra mágica de un tiempo y un lugar: una especie de mantra con el cual se puede seguir con el ritmo desenfrenado solo parcheando, reutilizando y encubriendo los deshechos (físicos y morales), para que cambie el continente sin que cambie el contenido. Porque parece que no hay freno, solo paliaciones, y lo sabe muy bien el Banco Mundial: incluso en plena pandemia del Coronavirus, en 2021 se alcanzó el récord de gasto en consumo en todo mundo: 52,99 billones de dólares (cuando en 1970 era de 1,76). Suma y sigue, presencialmente o a distancia.
Diagnóstico
Se dice que se ha roto el equilibrio. El propio sistema es el culpable, dicen; pero no se cuestionan los fundamentos, vemos. O se le puede otorgar la responsabilidad a los pobres que derrochan: a los de nuestro país que no pueden comprar los caros productos bio, o a los de otros países que pretenden tener tanto como nosotros. Porque el sistema ha dado tanto material e inmaterialmente, de la libertad sin frenos al progreso sin límites, que hay que salvarlo sea como sea. La era de las luces aseguró que llegaría un mundo donde todo sería posible. Bajo la dictadura de los mejores o desde la rebelión de las masas, la nueva religión de la técnica alcanzaría todo sueño, sin restricciones éticas ni bioéticas. Dios, en suma, acabaría muriendo. Y la sociedad globalista, individualista y hedonista en grado sumo, era la culminación de este proceso histórico. Con sus propios ídolos a los que había que suscribirse.
Pero algo, en un momento dado, falló. La mayoría de los medios, estatales o mercantiles, coinciden en que el modelo se ha pasado de la raya: prometió el bienestar ilimitado sin saber que los recursos son siempre limitados. Aunque el error es subsanable, sin tener que entonar el mea culpa más allá de denuncias genéricas sobre decisiones pasadas de las que nadie se hace responsable. Y una minoría sostenía a contracorriente que, en dicho modelo, de manera inevitable la libertad se convertiría en mero libertinaje y el progreso se transformaría en simple consumismo: prometió el supuesto triunfo de la razón, y realmente gobierna la voluntad. Aunque la alternativa tradicional, regresando en lo plausible a la auténtica e imperfecta naturaleza humana, familiar y medioambiental, siempre es despreciada por antigua, aburrida o reaccionaria. Bien lo sabía, y lo sufrió, Chesterton.
Si quieres, puedes. O eso aprendemos todos los días en los anuncios. Y se puede salvar el planeta sin recuperar la verdadera y duramente natural. El fracaso no está permitido, ni en esto ni en aquello. Se suceden manifestaciones diarias, spots masivos, imágenes virales, famosos empoderados, concienciación en escuelas, etiquetas ecológicas, campañas gubernamentales o soluciones más eficientes. Los países ricos y sus ciudadanos se unen y se movilizan para cuidar la tierra; eso sí, manteniendo el nivel de vida heredado. Los sacrificios serán los justos y necesarios. Porque la fórmula del nuevo éxito se debe y se puede encontrar ante ese Apocalipsis, acompañado, como es lógico, de su propia apostasía. Nada de revolución (porque la nueva Izquierda ya no piensa en ello) o de reacción (porque la Nueva derecha no quiere quedar mal), sino de transición. Así se publicita: de los Objetivos del Milenio a la Agenda 2030.
Ahora bien, nunca hay que ser desagradecido. Nadie dijo que esto iba a ser gratis. Tenemos más esperanza de vida, más salud pública, más opciones vitales, más movilidad, más diversiones, más artilugios, y hasta más perversiones. Dice el refranero que “no hay que morder la mano que te da de comer”. Pero continuamente, los grandes beneficiados critican a su propio sistema; a esa “mano” a veces “invisible” que les ha dado de todo y a todas horas. A lo mejor se pensaba que el bienestar caía de un árbol, que las inmundicias podían quedarse debajo de la alfombra sin que nadie se diese cuenta, o que las posibles externalidades se podrían exportar sistemáticamente (produciendo lo peor en Asía o llevando lo peor a África). Aunque a lo mejor se descubre, además, que todos los logros obtenidos en Occidente, que liberalizan el ser y el tener, deben ensuciar el entorno (no sus zonas residenciales) y que alguien tiene el trabajo sucio (y no sus manos). Por primera vez en muchos años se pone sobre la mesa una crucial elección: no se puede tener lo que se quiera o se desee sin freno en esta vida, enseñaron otras generaciones que no eran de cristal.
Soluciones
Ser más pobres, volver hacia atrás, existir con menos, prepararse ante el infortunio, compartir en familia, regresar al hogar sencillo. Todo ello no entra dentro de la ecuación salvadora. Porque no podemos vivir peor que nuestros antepasados. Sería ese fracaso colectivo no permitido en la vigente cultura del éxito. Somos más listos, más liberales, más tolerantes y más avanzados que formas socioculturales pretéritas que ansiaban al cielo y temían al infierno. Se encontrará la fórmula, tarde o temprano, para que no se rebaje el bienestar de ocios y vicios variados que se han conseguido tras siglos de ardua lucha: ahorros puntuales, reciclajes sistemáticos o reutilizaciones a bajo precio. La transición ecológica es viable. Pero siempre que el peso de la misma recaiga en las zonas rurales, en las clases trabajadoras y en los países empobrecidos, y que los compromisos familiares y comunitarios sean de usar y tirar. Las ciudades y su estilo de vida trending siempre ganan, como la banca. Son el lugar de las mil y una oportunidades donde se quiere trabajar y disfrutar. Porque Nueva York, a donde todo ciudadano moderno quiere viajar, nunca duerme.
No hay planeta B y nunca lo habrá. Hace décadas que soñamos con naves interestelares, hibernaciones galácticas, ciborgs y androides, coches voladores, contacto con alienígenas inteligentes, teletransportación o viajes en el tiempo. Pero parece que, por ahora, hay que conformarse con jóvenes y no tan jóvenes viciados en una pantalla digital, con unas gafas de realidad virtual para alcanzar el metaverso, o que usan la IA para copiar trabajos, jugar al póker o mejorar la pornografía. Nos ha fallado la ciencia ficción.
Y no hay plan B, porque nunca lo hubo. Nadie en su sano juicio, excepto marginales grupos ligados al mundo agrario o al decrecimiento, vivirá sin mandato autocrático con menos de lo que tiene y con menos de lo que puede ser. La prohibición de viajes baratos, de la movilidad festiva, de los conciertos de moda, de la variedad de productos, de sueños singles o de espectáculos masivos harían perder la cabeza a los frágiles de mente que sueñan con ello, y harían perder el poder al gobierno de turno que decidiese legislar sobre eso realmente. Volver a la vida tradicional, con sus formas restrictivas de ser y tener, está muy lejos de las fórmulas ecológicas que te permiten gastar y gastar con lemas profundos. No se puede competir con las luces del escaparate. La que no ha fallado es la famosa pirámide de necesidades de Maslow.
Pero el sistema sí que tiene un plan alternativo, como siempre: llamarse “inclusivo” sin que se le escape una sonrisa irónica. No va a dejar de ganar lo que está ganando, y sus plutócratas serán ecosostenibles, pero no son tontos (véanse los paneles empáticos del Foro de Davos). Se retirarán las pajitas de plástico y de un solo uso, que serán sustituidas por las realizadas en cartón con envoltorio de plástico y también de un solo uso. Los ricos se autodefinen, ahora, como ecologistas progresistas (filántropos a quien seguir en redes) y los pobres son contemplados como reaccionarios malgastadores (los que tienen que ajustarse el cinturón). Lo tuvo que reconocer un marxista heterodoxo: será más fácil ver el final del mundo que el final del capitalismo.
Spoiler
Repetimos: toda sociedad tiene su cambio climático, bien provocado bien sobrevenido. Y en cada una de ellas sucede algo parecido: las hambrunas provocan sublevaciones, la falta de agua explica guerras interminables, la escasez de recursos lleva a duelos fratricidas, y los problemas económicos pueden dar la potestas a la mano dura. Pero en cada contexto con intensidad distinta. La batalla política muchas veces encubre la pura y dura pelea por los recursos: del vil metal al pan de cada día. Ahora, la evidencia científica advierte de récords permanentes (alta temperatura y baja pluviometría), y la agenda política intenta retardar el desenlace en algunos espacios vitales privilegiados económicamente. Se observaba, con solidaridad complaciente durante décadas, los dramas apocalípticos en el subdesarrollado “tercer mundo”; eran inevitables, por desgracia. Pero ahora se teme que ocurra lo mismo en el todopoderoso “primer mundo”; aunque aquí si es evitable, por suerte. Así se anuncia que los recursos serán escasos, por falta de ellos, literalmente, o porque solo deberán ser ecosostenibles, públicamente; y en ambos casos, parece que lo serán, principalmente, para los más humildes. Siempre ocurre antes del colapso; sálvese quien pueda solían decir. De un lado, los precios imparables de los productos de primera necesidad, entre la inflación y el acaparamiento, restringen el consumo de los de siempre. Y, en segundo lugar, solo hay que comprobar quién puede comprarse una casa ecoeficiente, un coche eléctrico o un bote de quinoa biológica, o quién puede llenarse una piscina, hacerse un jardín climático o perforar su parcela para encontrar energía geotérmica.
Llegará el Untergang globalista. Solo falta saber que generación lo verá. Es ley de vida histórica. Aunque esa vida te da sorpresas, y quizás los vaticinios pueden ser exagerados, los remedios a lo mejor tienen efecto, el decrecimiento se impondrá por las buenas o por las malas, o desde las llanuras orientales llegará el temido correctivo autocrático. Pero los signos cualitativos y cuantitativos apuntan al fin de un ciclo. No sabemos la fecha exacta, ni tampoco sabemos que ocurrirá y, si pasa, que vendrá en su lugar, pese a las distopías tan populares en juegos y series. Las ciencias humanas y sociales siempre están presas de hipótesis. Aunque la historia, más lejana o más reciente, enseña lo que siempre ha pasado.
En la tumba del militar Antifi, en Hefat, ante el cambio climático que provocó la caída del “elegido” Imperio Antiguo, hace más de cuatro mil años, aún puede leerse y entenderse a modo de ejemplo laudatorio: “todo el Alto Egipto moría de hambre hasta el punto de que cada hombre se veía obligado a comerse a sus hijos”.