El liberalismo, la nada metafísica o el posmodernismo.

🗓️21 de julio de 2022 |

I.     Anotaciones sobre el liberalismo.

a.     Libertad negativa, individualismo y limitación del poder.

b.    El ordenamiento jurídico individualista del liberalismo.

c.     La razón económica.

d.    Relativismo liberal.

II.    Liberalismo y posmodernidad.

a.     La esencia de la posmodernidad.

b.    El posmodernismo y la sociedad de consumo en el capitalismo tardío.

c.     Racionalidad fuerte y racionalidad débil, o posmodernismo.

III.   Conclusión.

I.             Anotaciones sobre el liberalismo.

a.    Libertad negativa, individualismo y limitación del poder.

Cualquier estudio que se pretenda hacer del liberalismo —como doctrina ideológica— entraña una serie de dificultades dada la enorme ambigüedad del término y la vasta gama de derivados que existen como consecuencia de la subsecuente teorización de este sistema. Por tanto, es vital que comencemos cualquier reflexión relativa a ella por definir de manera exacta qué es a lo que hacemos referencia. Entendemos por liberalismo como todo ideario que sostenga los siguientes postulados básicos: a) la libertad entendida como fin en sí mismo valioso, dentro de una concepción de la libertad como libertad negativa, expresada como ausencia de coacciones heterónomas, b) el principio individualista, en el que el individuo se concibe como esfera soberana con respecto a su propia autonomía, y c) la visión política de la limitación al poder, principalmente a través del reconocimiento de derechos subjetivos individualistas. En esencia, el liberalismo es la praxis y la filosofía de la libertad, dentro de los postulados básicos de la modernidad: el racionalismo y la fe en el progreso.

Comencemos por dar tratamiento al primer punto: la libertad liberal, o la libertad negativa. La libertad negativa es la libertad ejercitada por la sola pretensión de la libertad frente a imposiciones externas, o coacciones heterónomas. En palabras de Norberto Bobbio, se trata de “la libertad entendida como situación en la que se encuentra un sujeto que no es impedido por una fuerza externa para hacer lo que él desea y no es constreñido a hacer lo que no desea”. Las coerciones frente a las cuales se busca esta libertad surgen de una infinidad de fuentes, desde la potestad gubernativa, los códigos morales, hasta, inclusive, la propia naturaleza y la condición de ser finito, hasta llegar al orden establecido por Dios. La respuesta para todas ellas es simple: la reivindicación del individuo frente al orden dado, como manifestación de un antropocentrismo práctico.

Es derivado de este principio básico que surge el subsecuente: la autonomía de la voluntad. Al existir una independencia frente a órdenes externos, el individuo reclama para sí su propia determinación. Las únicas normas que rigen la conducta del individuo son las que él mismo pueda darse, por lo que se convierte en un sujeto sui iuris dentro de un proceso constante de la autoafirmación del yo. Con lo antes dicho, se entenderá, entonces, que los únicos límites que existen frente a la voluntad del individuo serán los derechos de terceros, los cuales no deben violentarse, o bien, el orden público establecido dentro de un texto constitucional para la protección individual. Para el pensamiento liberal, todo lo que no esté prohibido por ley, como expresión de la voluntad popular, así como todo lo que no implique un daño a personas ajenas, estará permitido, enunciado de la libre disposición del cuerpo y de las decisiones de cada uno.

b.    El ordenamiento jurídico individualista del liberalismo.

Observamos, así, que el liberalismo parte de una concepción atomista del individuo, derivada del nominalismo filosófico, en la que cada ser humano actúa como entidad aislada y autosuficiente para la construcción de su propio devenir histórico. Corresponde a cada persona la definición de lo que constituye el bien y la consecución de lafelicidad, dentro de los propios términos de los dictados de su voluntad: “cada hombre tiene la propiedad de su propia persona. Nadie, fuera de él mismo, tiene derecho sobre ella” (Locke). Para el liberalismo, el único orden que debe existir es aquél que permita el libre desenvolvimiento del individuo dentro de un marco de protección frente a amenazas externas; es esta la génesis de las declaraciones de derechos individuales y del constitucionalismo, producto de las revoluciones burguesas de la modernidad. Ahora bien, el principio de libertad solamente vale para individuos en plenitud de facultades, con un completo uso de la razón, que posibilite una libertad interior de corte intelectual, de lo que se deriva una concepción en la que solo puede ser considerado como ciudadano quien presente una mayoría de edad mental,[1] la cual le posibilite la construcción de un proyecto vital.

En todo caso, la normatividad que deba regir a la sociedad,[2] bajo una óptica liberal, solo se podrá dar bajo la condición indispensable de la aquiescencia del individuo, y solo como mal necesario, ya que el establecimiento del Estado —como poseedor del monopolio del poder en respuesta a la situación del hombre en su estado de naturaleza— implica una fuente de limitaciones al individuo y a su libertad negativa. El orden jurídico y moral necesariamente tiene que fundamentarse en los acuerdos que solo pueden darse con el consentimiento y la voluntad de cada uno, según lo que mejor convenga a los intereses de cada parte involucrada, así como forzosamente deberá establecerse de manera neutral, secularizada, en abandono de nociones trascendentes. Lo que sucede a partir de ellos es la división del vida social entre un ámbito público y otro privado, de modo que la fe se reduce a la esfera de la intimidad, mientras que en el exterior imperan los valores del civismo, o de la religión civil. Se crea así el Estado, como entidad artificial creada por los individuos para la satisfacción de sus intereses y de sus necesidades en el más amplio ejercicio de sus derechos (Bobbio). Lo que la teoría liberal afirma es la prevalencia del interés y de la voluntad, según su propia concepción de la naturaleza humana. Al final del día, nada interesa para la ordenación política más que la visión de la transacción y de la conveniencia individual.

Abundando en este punto, el surgimiento del liberalismo se da como resultado del triunfo de la burguesía como fuerza revolucionaria dirigida a la destrucción del Antiguo Régimen. Es el liberalismo el encargado de implementar la igualdad jurídica en liquidación de los antiguos estamentos, a través del establecimiento de la ley como ordenación abstracta e impersonal de todos los individuos. El gran cambio deviene de la concepción burguesa del mundo, en la que prevalece el criterio económico, de la riqueza medida en bienes muebles con la fungibilidad como factor esencial (Dumont). Con ello, las relaciones sociales se patrimonializan para fomentar el libre intercambio, la disposición de los bienes, y la propiedad privada se sacraliza como valor absoluto, todo al amparo de una ley que es igual para todos en la definición de derechos fundamentales. Es esta una visión transaccional de la sociedad, en la que no existe recíproca compenetración espiritual —la base de la amistad verdadera—; no existe la entrega mutua que da vida al prodigio del amor. Lo que existe es el valor de la transacción, el do ut des, el cambio en el que el ser humano se convierte en un objeto sometido a la fluctuación de la oferta y la demanda en el libre mercado (Guzmán Valdivia). La patrimonialización de las relaciones sociales conduce inevitablemente al relativismo de la liquidez.

c.    La razón económica.

En el fondo, la revolución liberal se da por la sustitución del criterio moral y político por la razón económica, inspirada en una visión empírica y matemática de la realidad, emanación de la revolución científica. La antropología liberal idea al homo oeconomicus, unidad productiva autointeresada que todo lo mide en términos de utilidad marginal, como definición del individuo.[3] Se trata del imperio de la visión burguesa de la sociedad edificada sobre pretensiones lucrativas. Para el liberalismo, el individuo no piensa más que en su propio beneficio, lo cual, para esta doctrina, no es condenable bajo ningún aspecto, pues, retomando las palabras de Mandeville, lo que constituyen vicios privados, se traduce en la obtención de beneficios públicos, dentro de un libre mercado que, dejado a su suerte, tiende siempre al equilibrio de manera espontánea, bajo el esquema de la mano invisible y la ley de la oferta y la demanda, de modo que cada uno contribuye, sin proponérselo, al interés del todo. En Hayek, como en otros liberales, vemos que esta concepción de la libertad es el motor del progreso, por cuanto a que “el ideal de libertad inspiró la moderna civilización occidental e hizo posibles sus efectivos logros”. Se ve así que el liberalismo es partícipe de la fe en el progreso característica de todo el pensamiento moderno.

Son numerosas las objeciones que caben al planteamiento liberal, empezando por el carácter utópico de conceptos como el libre mercado, del cual se ha insistido sobre su naturaleza artificial como creación ex profeso del Estado moderno para la consolidación de su poder sobre aspectos de la vida ajenos a la lógica mercantil, como el trabajo, la tierra y el dinero (Polanyi); de la mística detrás del concepto mágico de la mano invisible, el orden espontáneo o la creencia ciega en el progreso (Sorel), todos los cuales se afirman interminablemente por la ideología liberal sin ofrecer sustento alguno; o bien, a la falsedad de los postulados antropológicos liberales, dentro de la lógica del hombre autointeresado, los cuales no tienen un sustento en la realidad, pues es cierto que las personas muchas veces operan en función de la utilidad marginal, pero también es verdad que tienen fines desconectados de toda noción pecuniaria, como los religiosos o trascendentales, respecto a lo cual contamos con abrumadora evidencia histórica en las sociedades previas a la revolución industrial, así como ejemplos de la actualidad que muestran la existencia de una vida entendida fuera de lo económico. Al final del día, la visión liberal de la persona parte de premisas epicúreas de corte materialista (Hume, Smith), dentro de las cuales se concluye en favor del aumento del placer y la disminución del dolor para el mayor número posible de individuos, como concepto social del utilitarismo (Bentham, Stuart Mill), siempre explicado en función monetaria. Es en esta visión que el liberalismo juzga el pasado y el futuro a partir de categorías mitológicas.

La grave consecuencia del liberalismo es que subvierte el orden de la economía, centrada en la satisfacción de necesidades naturales, por la búsqueda del lucro como fin en sí mismo establecido. La economía liberal no es tal, sino vulgar crematística. Esto incide directamente en la formación de una ideología de la productividad económica infinita, en la que se piensa, de forma ilógica, que producir más siempre es mejor, siendo que, en realidad, una economía rectamente entendida debería optar por la eficiencia, para hacer más con menos, y no más con más (Illich). Por otro lado, esta visión también permite abusos en la cotidianeidad de la vida económica, pues, con la prevalencia del criterio abstracto-numérico, lo que prima es la despersonalización del otro, así como del predominio de soluciones que pueden ser matemáticamente correctas, pero desentendidas de cualquier implicación moral y de justicia.[4] Pensemos solamente en el desafortunado término corporativo de los recursos humanos.

d.    Relativismo liberal.

El lector atento habrá advertido, ya, que la autonomía individual del liberalismo conduce inevitablemente al relativismo, así como la prevalencia del economicismo conduce a la despersonalización. Para la ideología liberal, el bien y el mal no se establecen de forma objetiva, según la naturaleza y la esencia de las cosas, sino que cada uno, como entidad independiente, tiene la tarea de establecer cuál es el sentido del universo, incluso si su concepto escapa a la realidad, siempre de acuerdo a lo que le convenga y mientras respete los proyectos de vida de otros individuos. Cualquier opinión y cualquier postura es válida en sí misma, como emanación del proceso de determinación de cada cual. Para el liberalismo, la definición del mundo es producto del consenso, de la persecución de los propios intereses y, ¿por qué no?, del capricho egoísta.

Pues bien, el liberalismo reinvindica la libertad, pero, ¿qué sucede una vez que el individuo la obtiene? Nada, en realidad, pues lo importante no es lo que haga con ella, sino que solamente sea libre. ¿Para qué somos libres?, ¿para hacer lo que nos venga en gana? Es en este punto, en el que la libertad desconectada de cualquier tipo de finalidad, produce la defensa de la libertad como valor y como fin en sí mismo establecido de forma absurda, como manifestación de la nada metafísica. Al reconocer la mayor preeminencia a la voluntad de la persona en su proceso de autodefinición individual, lo que el liberalismo postula es el voluntarismo subjetivista, una espontaneidad dirigida solo a la promoción de los intereses individuales. No importa para qué se utilice la libertad mientras se le tenga y facilite la obtención de un beneficio, como sucede dentro de los postulados de la libertad religiosa, la libertad de expresión, la libertad de consciencia, o el totalmente ambiguo concepto del libre desarrollo de la personalidad, por citar solo algunos ejemplos. En la libertad liberal no se hace lo que se debe sino lo que se quiere en provecho propio.

El gran absurdo de esta doctrina tiene su origen en la errónea concepción de la libertad por el liberalismo como un fin en sí mismo establecido, según el cual la libertad es esencialmente el libre albedrío, la independencia soberana; para el liberalismo, la libertad es la voluntad dejada a sí sola. A tal pretensión caben serias objeciones. La libertad no puede ser mero producto de la voluntad, desconectada de la razón para la consecución del interés. Se es verdaderamente libre no en cuanto a se cuente con la posibilidad infinita de escoger, sino de querer aquello que sea bueno en términos racionales definidos en función de la naturaleza de cada uno, en combinación de las facultades de la voluntad y la razón, en términos del realismo filosófico; por ejemplo, un hombre no es libre por utilizar su libre albedrío para no comer, procurándose un daño a sí mismo, sino que es libre en cuanto a que procure su conservación. No cualquier acto es libre sino solamente el que elige un verdadero bien, de lo que se deduce lógicamente el carácter instrumental de la libertad. La libertad no es fin, sino medio para la consecución de bienes mayores.

¿Y qué es el bien? Para responder a esta pregunta, necesariamente debemos hacer referencia a la naturaleza del ser humano. ¿Para qué existe el ser humano en la tierra? Debe existir un propósito, más allá de la persecución de los intereses lucrativos. Es así que llegamos a la reflexión teleológica, como explicación por las causas finales. Todas las cosas existen para una finalidad establecida, así como una silla existe para sentarse en ella. ¿Y para qué existe el hombre? Esa es la gran pregunta trascendental. El ser humano, al igual que cualquier ente, solamente se entiende a partir de sus causas finales. No podemos partir del supuesto en el que el hombre exista sin sentido alguno en el universo, para la consecución de su propia voluntad medida en términos de interés individual, en un mundo que le pertenezca por entero, sin caer en lo ilógico y en el absurdo. El ateísmo no ofrece ninguna explicación, así como tampoco lo hace el liberalismo, doctrina que es atea no en la declaración de sus principios, pero sí en la puesta en práctica de los mismos (Donoso Cortés).

La respuesta a esta interrogante conduce al mundo de la religión, y de la fe, pues dentro de las explicaciones materiales solo encontramos la incongruencia del azar espontáneo. La humanidad solamente se comprende al reflexionar sobre el hombre como un ser creado por una inteligencia superior, establecida en este mundo por una finalidad prevista en su condición de ser humano. La libertad entendida como un fin en sí mismo, y no como un medio por virtud del cual se puede obrar bien o mal, de acuerdo con la naturaleza establecida, entraña una declaración frente a Dios, como creador del universo: la fórmula bíblica del non serviam. En efecto, el hombre goza de libre albedrío, y dentro de su posibilidad de escoger puede negarse a sí mismo como ser creado por Dios y proclamarse vanidosamente señor del universo en un constante endiosamiento promulgado bajo la razón de la libertad gnóstica.

La voluntad dejada a sí misma, dentro de esta visión antropocéntrica, lo único que puede generar fatalmente es el nihilismo; diría Donoso Cortés que “el hombre no puede poner una idea humana en lugar de otra divina, sin que luego al punto el edificio entero de la creación venga abajo, sepultándose a sí mismo en sus gigantescos escombros”. Es en la negación de la naturaleza humana y en la definición de su existencia a partir de la elección que se desencadena el absurdo del capricho, del hombre entendido como dios capaz de hacer lo que le plazca siempre que le reporte un beneficio. En el mundo contemporáneo, que se ha calificado como posmoderno, en el que predomina la superación de la razón moderna sustituida por el deseo, lo que vemos es la afirmación del voluntarismo liberal, de la libertad entendida como fin en sí mismo, que no escoge lo que es bueno sino lo que le place a cada uno: “habiendo dejado el hombre de gravitar hacia su Dios con su entendimiento, con su voluntad y con sus obras, se constituyó en centro de sí propio, y fue el último fin de sus obras, de su voluntad y de su entendimiento” (Donoso Cortés).

II.            Liberalismo y posmodernidad.

a.    La esencia de la posmodernidad.

Lo característico de la posmodernidad es la superación de las premisas de la modernidad; en este sentido, señalamos como notas esenciales de la posmodernidad las siguientes: a) la disolución del concepto del progreso, de carácter secular, como finalidad dentro de la existencia; b) el nihilismo consumado, como en Nietzsche o Heidegger, que puede resumirse en la muerte de Dios o en la desvalorización de los valores supremos; y c) la adopción de la técnica como expresión de vida, en un proceso de transformación constante (Gianni Vattimo). Lo que subyace a la posmodernidad es la nada metafísica, la liberación frente a los órdenes impuestos por la razón conceptual de la tradición occidental.

Con la destrucción de la idea moderna del progreso, dentro de la estimación de un valor en toda novedad, así como del cuestionamiento de los fundamentos de la razón, en el racionalismo, la humanidad ha perdido la brújula que la guiaba metafísicamente. Asimismo, ha sido con el abandono de todo valor supremo que lo que ha pasado a producir un sentido en las cosas es lo que piensa y hace el individuo posmoderno, en términos estrictamente autorreferenciales. Lo anterior como expresión de un espíritu de autonomía, en el que el sujeto construye su realidad con independencia de todo orden dado. Esta es la persona autoconstituida y autodeterminada: la manifestación del solipsismo posmoderno.

b.    El posmodernismo y la sociedad de consumo en el capitalismo tardío.

En términos cronológicos, el origen de la posmodernidad puede ubicarse en la época de la postguerra, en el contexto de la Guerra Fría, pero ciertamente se da como fenómeno de la consolidación del capitalismo mundialista, que logra imponer la lógica mercantil a todo aspecto de la existencia a partir de la década de los 70s. Es dentro de la economización absoluta del orbe que surge el espíritu posmoderno, como una reacción de desencanto frente a los valores liberales que han imperado dentro de la modernidad, así como de un resultado del incesante cambio, en el que, tal como afirmó Parménides, “todo fluye, todo cambia, nada permanece”.[5] En este mundo que se muestra como una tienda gigante, el ser humano se ha desprovisto de todo arraigo histórico o cultural, para identificarse en función de su consumo. El homo oeconomicus liberal ha transicionado al homo ludens (Huizinga): el turista del crucero, el comprador del centro comercial, un sujeto que encuentra su razón de la existencia en el estímulo de la mercancía, dentro de la cual se disuelve.

El posmodernismo entraña la sustitución del individuo, fundado en el ser, por el evento, el anuncio y el relato, de carácter enteramente transitorio y antimetafísico. En la posmodernidad, los valores del liberalismo, como proyecto de la modernidad, se han diluido a través de la cultura de consumo, aún y cuando, paradójicamente, subsista un modelo capitalista que rige la vida social. En el fondo, la contradicción solo es aparente, pues la reacción contra los valores modernos se da dentro de la lógica del sistema capitalista (el cual pocas veces es cuestionado, y si llega a serlo, lo es de forma superficial) así como dentro de la vida dentro de la ciudad cosmopolita, la cual otorga la posibilidad de desconectarse de cualquier vínculo con la naturaleza. El posmodernismo no solamente es la expresión de que ‘todo es vano’, dentro de la ficción urbana, sino que entraña la disolución de todo concepto de vida civilizada, como se ha entendido por la modernidad.

En realidad, la reacción del tigre posmoderno contra los valores de la modernidad, se ha gestado por la puesta en práctica de los mismos principios sobre los cuales se edificó el liberalismo: la libertad negativa, el voluntarismo, y el individualismo exacerbado. Estos tres valores, en su ejecución final, dentro de las sociedades de consumo, han llevado a la disolución de la razón y del progreso, como baluartes de la modernidad, hasta disolver a la persona dentro del comercio absoluto. Esta es la explicación de la actual dicotomía entre una modernidad sólida —que interpreta el liberalismo bajo los principios de la racionalidad y del avance social— y de una posmodernidad líquida, que pone en práctica los postulados liberales desconectados de todo propósito civilizatorio, dentro de la lógica de la gratificación instantánea a través del consumo.

El individuo posmoderno continúa actuando bajo las premisas liberales, solo que libre de cualquier limitación de formas preconcebidas del ser; no está sujeto ni a lo natural ni a lo sobrenatural. Ninguna ontología lo explica, vive dentro de cualquier experiencia emancipatoria que genera su propia subjetividad (Juan Fernando Segovia). En la persona ya no hay universalidad, sino solamente contingencia, dentro del proyecto de definición del yo. Las personas ya no tienen naturaleza ni historia, sino que les corresponde la narración de su propia biografía.

c.    Racionalidad fuerte y racionalidad débil, o posmodernismo.

El tránsito de la modernidad a la posmodernidad se observa como una evolución de una modernidad fuerte, en términos de racionalidad, hacia una modernidad débil, con racionalidad disminuida. No obstante, se observa en ambos casos que lo que continúa predominando es un concepto de la libertad negativa, como una autodeterminación de la persona, que se ejercita por medio de derechos subjetivos reconocidos por el Estado. En el fondo, la concepción del individualismo continúa en la desustancialización de la persona, a través de su negación ontológica, que la convierte en existencia creadora a través de la aventura de la libertad, que “se crea a sí misma y que crea su entorno sin referencia necesaria a un orden metafísico y ético” (Juan Fernando Segovia), dentro de un ejercicio ilimitado del voluntarismo. El rasgo común compartido por el liberalismo, como ideología de la modernidad, con respecto a la posmodernidad, está precisamente en que el individuo posee un valor singular, dentro del cual actúa como forjador de su destino y modelador de su personalidad, en contravención a su naturaleza, pues actúa de forma inconstante, sin sujeciones teleológicas ni estructurales, dentro de su libertad y su creatividad. En la modernidad, lo que existe es el predominio de la voluntad, mientras que en la posmodernidad, el motor de la humanidad es el instinto.

            Ésta es la génesis de los derechos humanos, como postulados básicos de la libertad negativa y del individualismo liberal. Al no existir una naturaleza dada o una historia a la que atenerse, el hombre posmoderno reacciona tomando posesión de sí mismo en sentido radical. Puede decidir si encaja o no dentro de un determinado género; reacciona de forma absoluta sobre su cuerpo, con la posibilidad de modificarlo tecnológica y genéticamente, manifestado en el transgenderismo; decide activamente en la eliminación de coacciones o limitantes que impidan su autodeterminación futura, como podría serlo un embarazo no deseado, de donde erige el aborto procurado como pilar de la autodeterminación (‘mi cuerpo, mi decisión’). El sexo se erige como goce que se da en el proceso de consolidación de una personalidad, por lo que se desconecta de toda finalidad procreativa. En el fondo, existe una irrelevancia de los fines, así como del contenido de las decisiones, pues todo entra dentro del marco de la definición de la identidad de cada uno. El posmoderno vive dentro de un proyecto subjetivo de vida, que es expresión de su libertad negativa: “todo interés, como manifestación de la voluntad personal, tiene vocación de derecho” (Juan Fernando Segovia).

III.          Conclusión.

            En nuestra época contemporánea existe una completa ausencia de marcos referenciales, de normas establecidas. Todo es cambiante salvo el consenso temporal que pueda darse en un momento dado, dentro de la expresión voluntarista de una colectividad, en un proceso democrático, dentro del contrato social. El posmoderno es el hambriento de identidad, en el constante proceso de autodefinición del yo. Eso lo hace particularmente propenso a adherirse al contenido de sistemas ideológicos o afinidades compartidas, dentro de las cuales se asimile a otros en manera de pensar, hablar y de vestir; todo para sentirse parte de un grupo que permita la posibilidad de un autoconcepto.

            Este proceso inicia con la liberación respecto de un orden trascendente o divino, dentro de las revoluciones liberales. Posteriormente, estas premisas llegan a su apogeo máximo dentro de la manifestación del capitalismo tardío, el cual dinamiza en grado extremo las relaciones comerciales, eliminando toda noción de la naturaleza humana. Con ello, lo único que subsiste es la libertad de elegir, la conformación del yo. La persona actual no es más que una construcción voluntarista que se aparta de toda noción del ser, de toda ontología.

La única respuesta posible al inevitable desenlace de las premisas liberales es la formación de una mentalidad cimentada en la ontología de lo que verdaderamente es el hombre, ligada a la búsqueda de la felicidad según la condición básica de la naturaleza humana. En la ordenación de la libertad, como facultad de la razón y la voluntad, no prima el egoísmo y la soberbia, sino la elección de lo que es bueno, tanto para uno mismo como para los demás. Esta concepción del hombre incentiva la acción desinteresada de darse por y para los demás, en un proyecto de integración social. ¿Para qué se ejercita la libertad si no es en función de algún criterio racional que permita la realización plena? El hombre de hoy se percata de que no cree en nada si examina a fondo su conciencia. Para él, todo son dudas e inquietudes. Si no hay seguridad en la verdad, ¿qué es lo que sabe? Si no cree en la bondad, ¿cómo justifica su conducta? ¿Acaso no clama desesperadamente por la certeza en lo absoluto para conducir el ejercicio de su libertad?

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[1] El concepto de persona del liberalismo deriva de la posesión de una conciencia, de una capacidad de la autodeterminación (Locke). Se entiende así que el argumento en favor del aborto entendido como derecho individual es producto de una visión filosófica liberal, en el que se reivindica la autonomía de la propia esfera, con la correspondiente ausencia de un individuo formado con capacidad de razón suficiente dentro del seno materno.

[2] Enfatizamos en el concepto de sociedad, el cual contiene de forma implícita la idea del contrato, del contrato social. La antropología liberal niega el concepto del zoon politikón, de modo que la comunidad política no surge como consecuencia de la teleología de la persona en el orden de su naturaleza ontológica, sino por y para la conveniencia y el beneficio individual. Bajo esta óptica, la sociedad en nada se distingue de un club de póker o de una empresa mercantil, por cuanto a que existe solamente como acuerdo de voluntades y no como entidad trascendental.

[3] En el concepto del homo oeconomicus se halla implícita la concepción del individuo como unidad productiva, asexuada, dentro del cual caben abstractamente hombres y mujeres. Esta sería la razón por la que el feminismo surgiría dentro del seno del pensamiento liberal, en pensadores como Stuart Mill, que reivindicarían la igualdad entre los sexos, en términos de productividad económica, por medio de la abolición de las tradicionales diferencias de género (Illich).

[4] Esto es igualmente resultado de la prevalencia de la especialización científica tan característica de la mentalidad moderna. En virtud de esta epistemología, las ciencias constituyen entidades cerradas, sujetas a sus propias leyes, separadas del resto de la realidad. Es solo rompiendo con este sesgo ideológico que se puede pasar a entender que aquello que sea matemáticamente cierto no necesariamente es conveniente, en términos del impacto que puede generar en la sociedad, bajo una óptica moral, holista.

[5] También sería admisible introducir aquí el concepto del eterno retorno nietzscheano.


Leonardo Brown González

Católico romano (FSSP), hispano, vasconcelista, humanista radical. Abogado; disfruto de la historia, la filosofía y las ciencias sociales.