Argentina está inmersa en una tormenta ideológica que desafía las categorías políticas tradicionales. Las voces se elevan, algunas proponiendo soluciones extremas, desde la demolición del banco central hasta el salario mínimo de $500.000. En este escenario, las tradicionales categorías europeas de izquierda y derecha parecen quedar obsoletas, y se torna cada vez más difícil asignar definiciones a la realidad que nos rodea. Resulta que derecha e izquierda no quieren decir gran cosa cuando no se sabe dónde se está.
Sin embargo, la falta de unidad en la sociedad arroja una sombra sobre el futuro del país, y los jóvenes nos sentimos particularmente ansiosos por encontrar respuestas. Si escuchamos a oradores como Milei o Grabois, entre otros, nos sentimos representados por algunos de sus planteos. Pero al mismo tiempo, nos damos cuenta de que estamos en medio de una grieta insuperable, provocada por los prejuicios generados por discursos que no intentan más que dividir a la sociedad. En medio de este panorama de caos, confusión y desorden ideológico solo nos queda una opción: la cordura.
La tercera fuerza
Afortunadamente, hay una tercera opción que podría cambiar el decorado. Esta propuesta emerge del distributismo, una corriente del pensamiento económico y político que se ha opuesto tanto al capitalismo sin restricciones como al socialismo, pero sin ser capturada por ninguna de sus comunes fallas. En palabras de sus referentes, el distributismo propone la propiedad y desconcentración de los medios de vida y producción como la única forma posible de restaurar la auténtica libertad, la dignidad del hombre y la independencia de la familia.
Esta aproximación económica propone un fortalecimiento de las pequeñas y medianas empresas, de los monotributistas y de las cooperativas, y para ello necesariamente se debe resistir a los grandes monopolios, oligopolios y corporaciones transnacionales, las cuales nunca evidenciaron un compromiso con el bienestar de las personas sino que, por el contrario, abusaron de su poder para crear pautas de consumo.
Dorothy Day, alguna vez, sostuvo que la meta del distributismo es «la propiedad familiar de tierras, talleres, tiendas, transportes, comercios, profesiones, y así más». En otras palabras, esta corriente no aboga por un rechazo de la propiedad privada, sino por todo lo contrario: busca reproducirla mediante la adecuada distribución entre las personas que producen y que la hacen posible. A partir de la desconcentración de las grandes corporaciones, se sostiene la economía local y se permite un modelo de sociedad más humano que el frío y aislante mercado globalizado actual.
El distributismo es fuertemente crítico de las políticas económicas del presente, que están diseñadas para construir sociedades en las que millones de seres humanos carezcan de bienes básicos y elementos necesarios para una vida digna. El capitalismo sin restricciones se ve conducido a la concentración de ingresos y propiedades en manos de un grupo selecto de personas que constituyen una minoría en la sociedad. El maestro G.K. Chesterton nos decía: “Mucho capitalismo no quiere decir muchos capitalistas, sino pocos capitalistas”.
En contrapartida, el socialismo ofrece, a su vez, una solución que concentra aún más dichos bienes en manos de los políticos y, en consecuencia, la mayoría de la gente sigue sin poseer nada. En el peor de los casos, el brillante Hilaire Belloc nos advertía sobre el Estado servil como aquel que al verse incapaz de combatir la concentración de mercado convierte a los excluidos en prisioneros de un sistema de subvenciones. Este, lejos de darle la dignidad que se merecen, los perpetúa bajo el control del Estado o los colectivos de desocupados.
La solución del modelo distributista no es lo uno ni lo otro. Es algo que podría sintetizarse en una vieja y olvidada máxima peronista: ni yankees ni marxistas. No aboga por discursos grandilocuentes de derecha o izquierda que suelen beneficiar oscuros intereses sino que defiende la política del hombre común. Del hombre de a pie al que poco le importan Marx o Smith, los análisis macroeconómicos o los sueños parisinos. Necesitamos una política que parta de las necesidades reales de las personas, de sus sueños, esperanzas y de sus dificultades cotidianas. Necesitamos, en suma, una política de gente sencilla y sentido común.
El tema de nuestro tiempo
Desatenderíamos un llamado histórico si no entendiéramos que la concentración de mercado es un mal grave e inminente que excluye a cada vez más argentinos; que no es normal que en uno de los países más extensos y menos poblados del mundo no haya lugar para la constitución del hogar y la familia; que la ociosidad de la tierra es a todas luces inmoral. Se trata de más trabajo, más esfuerzo, más producción, y, ciertamente, más riesgos, pero en manos de más gente.
Esta concepción económica no es simplemente una ilusión optimista o una mera declaración de buenas intenciones, se basa en hechos reales. Vengo de un pequeño valle construido íntegramente por familias de trabajadores que así lo atestiguan. Muchas familias pertenecientes a diversas regiones de Argentina, sin duda, podrían dar testimonio acerca de cómo los monopolios y grandes corporaciones minaron la producción local, provocando convulsiones económicas y sociales dolorosas para la población. La idea del hombre y la mujer, como propietarios y trabajadores, toma centralidad y permite un cambio de paradigma económico-político.
El distributismo sugiere que todo esto no será posible sin la reducción de la carga fiscal, un mayor acceso al crédito empresarial y el achicamiento de la burocracia estatal. En este sentido, los partidarios de esta corriente consideramos de manera crítica aspectos del Estado regulador y su aspecto funcional. La insoportable carga de permisos, habilitaciones, licencias, autorizaciones y demás beneplácitos administrativos restringen el derecho al trabajo hasta la imposibilidad material de ejercicio, a la vez que opera en favor de las grandes corporaciones para asfixiar a la competencia.
Pero la economía no es un todo completo. El distributismo no solo promueve la justicia económica, sino también la justicia social y espiritual. Tal y como el economista distributivista Ernst Friedrich Schumacher sostuvo, es necesario poner en el centro de la economía la espiritualidad humana, la naturaleza y el respeto por la dignidad del trabajo y la ética laboral. Todo ello lleva a que los defensores de esta teoría luchemos por una economía realmente democrática, humanizada y justa.
Aventura loca para aventureros cuerdos
Escribía el Padre Lebret: “Hay en el pueblo un sufrimiento latente, un sentimiento de mutilación, un deseo de liberación y de grandeza, la percepción confusa de que un orden social auténtico es posible.” Soy parte de una generación que cree firmemente que es posible. Una generación que creció en medio de la amargura y el desaliento de una larga crisis económica, a la cual el globalismo le hizo creer que había que despreciar la tradición y la historia porque lo de afuera siempre era mejor. Nos dijeron que “seríamos felices sin tener nada” y que podríamos ganar plata sin esfuerzo. Creo que somos muchos los que soñamos una Argentina distinta, los que soñamos con una familia, un oficio y un hogar.
Podemos construir un país distinto, uno que estimule al emprendimiento, que brinde oportunidades a las pequeñas y medianas empresas, que promueva el empleo digno, cimentado en nuestra tradición y cultura. Y aunque este cambio no será sencillo, ya que desafía intereses de todo tipo, apremia un compromiso a recrear una sociedad en la que el valor humano, la dignidad del trabajo, las familias, la justicia social y la equidad, sean el norte al que todos nos encaminemos. Porque estos valores no son abstracciones para deleitarnos en silencio, sino llamados concretos a acciones concretas. Separar la realidad respecto de los principios es traicionar y traicionarnos, engañar y engañarnos. Necesitamos menos palabras y más hechos, menos estupidez y más cordura.
Por Gianluca V. Di Battista.
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