El colmo de la deslealtad para con Dios es la herejía. Es el pecado de los pecados, lo más odioso de las cosas que Dios contempla desde el cielo en este mundo malvado. Apenas entendemos, sin embargo, lo detestable que resulta. Es la contaminación de la verdad de Dios, la peor de las impurezas.
Aun así, no le damos importancia. Contemplamos la herejía y permanecemos tranquilos. La tocamos y no nos estremecemos. Nos mezclamos con ella y no sentimos temor. Vemos cómo afecta a cosas sagradas y no tenemos sensación de sacrilegio. Aspiramos su olor y no mostramos ninguna señal de rechazo o asco. Algunos buscamos su amistad e incluso atenuamos su culpa. No amamos lo suficiente a Dios como para airarnos por causa de su gloria. No amamos lo suficiente a los hombres como para tener con ellos la caridad de decirles la verdad que necesitan sus almas.
Habiendo perdido el tacto, el gusto, la vista y todos los sentidos celestiales, podemos habitar en medio de esta plaga odiosa, con tranquilidad imperturbable, acostumbrados a su vileza, presumiendo de lo liberales que somos, incluso con cierta diligente ostentación de simpatía y tolerancia.
Nos falta devoción por la verdad como verdad, como la verdad de Dios. Nuestro celo por las almas es exiguo, porque no tenemos celo por el honor de Dios. Actuamos como si Dios tuviera que felicitarse por nuestras conversiones, en lugar de como almas temblorosas, rescatadas por un despliegue de misericordia.
Contamos a los hombres medias verdades, la mitad que más se ajusta a nuestra pusilanimidad y a su engreimiento, y después nos preguntamos por qué son tan pocos los que se convierten y por qué, de esos pocos, tantos apostatan. Somos tan débiles que nos sorprendemos de que nuestras medias verdades no tengan el éxito de la verdad completa de Dios. Donde no hay odio a la herejía, no hay santidad.
P. Frederick William Faber, The Precious Blood, 1860.
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