Era sábado, veintiséis de junio de dos mil veintiuno. Me encontraba en Valencia con motivo de la boda de unos buenos amigos. Fue un día bonito. Mucho. Tanto por el sol del levante español que confería a la ciudad ese brillo tan particular que la caracteriza, como por el acontecimiento que celebrábamos.
Al salir de la iglesia me encuentro con una persona a la que no veía desde hacía cerca de un año. Comenzamos a hablar. Él portaba una mascarilla negra con motas claras. Era de tela. De esas que llaman ‘lavables’. Llevaba la nariz por fuera.
Me quedo mirando, interrumpo nuestra conversación y le digo: «Súbete la mascarilla o quítamela, pero eso es una tomadura de pelo». Decide quitársela.
La anécdota puede parecer simplona. Tal vez, que no lleva a ningún sitio, pero me dió mucho que pensar.
No entraré en el debate sobre la conveniencia o no del uso de la mascarilla en según qué ocasiones. Pero me tomo la licencia de analizar los hechos:
La finalidad de la mascarilla es filtrar el aire que el organismo intercambia con el exterior para evitar la aspiración o expulsión de ciertas partículas. Si la nariz queda al descubierto, dicho flujo circula sin la barrera filtrante. Por tanto, no cubrir correctamente la nariz equivale, casi al cien por cien, a llevarla en el codo, colgando de una solo oreja, o en el bolsillo.
Y ¡cuánta gente lleva la mascarilla de esta manera! Es decir, ¡cuánta gente la lleva sin usarla!
Me parece que este ejemplo es muy significativo de la mentalidad actual: Cumplir un poco, pero sin llegar al fondo. Quedarse en las apariencias sin vivir el sentido último. Decorar el hogar con un Belén, pero no contemplar el misterio que representa. Llevar una cruz al cuello y no abrazarla. Dar limosna al pobre y no preocuparse por sus verdaderas necesidades.
En definitiva, quedarse en lo superficial sin vivir en su profundidad. Crear una fachada que cumpla con las expectativas de la conciencia y la anestesie para que no realice ninguna introspección que la pueda perturbar.
Porque resulta que llevar la mascarilla, aún con la nariz por fuera, genera una sensación de estar respetando un imperativo. Incluso, una sensación de seguridad por llevarla.
Porque con ello, en muchos casos, cumplimos con la literalidad de una norma, pero no con su espíritu.
Entre unos y ceros. Apasionado de la comunicación, el marketing digital y la programación; de la montaña y el ciclismo -si van de la mano, mejor-. Cubrí el último Cónclave.