XX años de la Nota Doctrinal del cardenal Ratzinger sobre la vida pública de los católicos: Los católicos y la democracia moderna

🗓️23 de febrero de 2023 |

Casi coincidiendo con el fallecimiento del Santo Padre emérito, Benedicto XVI, de feliz recuerdo, hemos celebrado el XX aniversario de la publicación de un texto memorable sobre el magisterio político de la Iglesia.

Se trata de uno de los documentos más importantes de los últimos años sobre Doctrina Social de la Iglesia, titulado Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida pública, de 24 de noviembre de 2002[1], firmada por el cardenal Ratzinger y con aprobación expresa del Santo Padre San Juan Pablo II.

Pese a la suficiente claridad[2] de los textos oficiales de la Iglesia, el pueblo de Dios vive no pocas veces de espaldas a sus enseñanzas. Por eso la Iglesia emite periódicamente algunos documentos para subrayar viejos principios olvidados.

El magisterio pontificio vuelve a enseñar, por enésima vez, la obligación ineludible de los fieles laicos cristianos hacia las realidades socio-políticas para ordenarlas según Cristo. San Juan Pablo II en Christifideles Laici, hablando sobre la vocación y misión de los laicos en el mundo, decía que el servicio a la sociedad de los fieles laicos debe hacerse desde el amor al prójimo [3]y para Gloria de Dios[4], constituyendo una oportunidad especial de apostolado[5], santificación[6] y testimonio de la justicia inherente al mensaje evangélico[7]. En la Instrucción Instrumentum laboris[8], para la preparación del Sínodo de los obispos de 1987,se recordaba la doble tarea de los cristianos en el orden temporal, esto es, la promoción y liberación integral de la persona[9], y la denuncia de las estructuras sociales de pecado[10]. En el Concilio Vaticano II, Lumen Gentium[11] se ocupó ampliamente de este asunto, para recordar que Dios tiene deseos para este mundo que los cristianos deben implantar por imperativo de su filiación divina, oponiéndose a los atentados contra la dignidad de la persona. San Pablo VI en Populorum Progressio[12] ya señalaba el deber de los cristianos hacia el desarrollo de los hombres y de los pueblos como si se tratase del desarrollo propio.

La Nota Doctrinal del cardenal Ratzinger no añade sustancialmente nada nuevo que no haya enseñado el Catecismo de 1992, compendio de la enseñanza cristiana. Quiere, sin embargo, responder a las graves desviaciones que personas e instituciones presumiblemente cristianas realizan en el contexto de las democracias modernas[13].

            Aunque ciertamente la vida pública goza de justa autonomía, no debe confundirse ésta con la independencia absoluta, con la neutralidad moral, que acaba convirtiéndose en una negación de la dignidad humana. Efectivamente, hay un texto del Concilio mal interpretado y peor aplicado sobre la autonomía del orden temporal. Porque la independencia jurídica del Estado con respecto a la Iglesia nada tiene que ver con la independencia moral del Estado respecto a la ley de Dios, si no queremos caer en la tiranía del error, la mentira y el mal.

Los límites del sistema democrático

El texto denuncia el «relativismo cultural» y el «pluralismo ético» imperantes, que provoca «la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral»[14], y que se traduce en «leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias». Y señala la falsa concepción de la tolerancia que pide a los católicos que renuncien a una moral que nace de la naturaleza humana, «a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado»[15].

La Iglesia aprecia el sistema democrático en la medida que implica la participación de todos en la búsqueda del bien común, que «comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad»[16].  Estamos ante el primer límite a la soberanía popular.

Pero «la libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas»[17], porque no todas las filosofías o religiones tienen el mismo valor[18]. «La pluralidad de las orientaciones y soluciones, deben ser en todo caso moralmente aceptables»[19]. Estamos ante el segundo límite a la soberanía popular.

«La democracia, (…) sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona»[20]. Estamos ante el tercer límite a la soberanía popular.  Los católicos no pueden admitir componendas en este aspecto, añade el texto, porque de lo contrario se menoscabaría el testimonio cristiano en el mundo, y la unidad y coherencia interior de los fieles[21].

El bien común, la moral objetiva y una recta concepción de la persona son por lo tanto límites a toda acción de gobierno, incluida la democracia moderna. Recordemos que la democracia liberal es un régimen político absolutista que no admite ninguna consideración a priori o externa al voluntarismo jurídico que se manifiesta en la lógica de las mayorías parlamentarias. Este planteamiento será la primera razón que deja a la Iglesia extramuros del orden político vigente en el mundo occidental.

La participación de los católicos en la vida democrática

«El cristiano (…) está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”»[22]. San Juan Pablo II enseñaba que la auténtica libertad no existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente»[23].

Pero disentir no es suficiente para la moral cristiana. La participación en la democracia moderna exige como condición previa el respeto a la persona[24], condición que no se cumple en ninguna de las sociedades democráticas de la Unión Europea[25]. Estamos ante todo un planteamiento «antisistema» del Cardenal Ratzinger.

«El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática»[26]. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública»[27].

El texto es claro. Para que un fiel católico pueda participar en un régimen político, la ley positiva debe respetar la dignidad de la persona. Aborto legal, experimentación con embriones, anticoncepción, perversiones sexuales, pornografía, ideología de género…, son algunas de las innumerables realidades que cuentan con la permisividad, promoción y subvención de las administraciones públicas en las sociedades occidentales. ¿Qué hacen los fieles católicos en medio de este aquelarre?

Se trata de algo tan lógico y natural como pedir a los católicos que no participen en un régimen como el hitleriano, el estalinista, el maoísta o el de la Convención Nacional de Francia. Es imposible justificar la presencia de católicos en gobiernos que permiten y financian, por ejemplo, la ejecución de millones de seres humanos con el nuevo holocausto del aborto[28].

Unidad de vida

Otro de los grandes problemas de nuestro tiempo es la incoherencia de vida. Especialmente en el caso de los fieles laicos hay incongruencia generalizada entre vida pública y privada. La conciencia es una, como afirma el documento, y no podemos creer y hasta divulgar una idea de la vida en casa, y vivir otra opuesta en el trabajo o la política. Recuerda el texto que toda la existencia humana entra en el designio de Dios y que cualquier actividad, situación o esfuerzo es una ocasión providencial de expresión de la fe, la esperanza y la caridad. La política, del mismo modo, ejercida desde la recta conciencia, es la aportación de los cristianos a un orden social más justo y más respetuoso con la dignidad de la persona.

En consecuencia el fiel católico puede adherirse a soluciones temporales incompatibles con la fe: «la legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana»[29].

Aunque hay pluralidad de metodologías posibles para salvaguardar el bien común «ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad»[30].

Dice el futuro Benedicto XVI que «algunas organizaciones católicas apoyan fuerzas y movimientos políticos contrarios a la enseñanza moral» de la Iglesia. Y «algunas revistas y periódicos (católicos) orientan a los lectores de modo ambiguo e incoherente»[31]. Los católicos no pueden participar en ninguna opción política que se oponga a la doctrina moral y social de la Iglesia.

Si la colaboración de muchos católicos con ideologías contrarias al Evangelio es un signo decadente de nuestro tiempo, no lo es menos la ambigüedad o la cómplice pasividad. Lo que se espera de un bautizado laico, dice el cardenal Ratzinger, es el esfuerzo de entregarse con mayor diligencia a la construcción de una cultura inspirada en el Evangelio, que recupere el imperio del «patrimonio de valores y contenidos de la Tradición católica»[32].

Es necesario vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia, y los cristianos deben esforzarse por instaurar un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana[33].

Se trata de un esfuerzo conjunto y complementario de reforma de las estructuras de pecado y de las costumbres que amparan moral y legalmente esas estructuras, porque

«es insuficiente y reductivo pensar que el compromiso social de los católicos se deba limitar a una simple transformación de las estructuras, pues si en la base no hay una cultura capaz de acoger, justificar y proyectar las instancias que derivan de la fe y la moral, las transformaciones se apoyarán siempre sobre fundamentos frágiles»[34].

El Concilio Vaticano II exhorta a los fieles a «cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno»[35].

El juicio del cardenal Ratzinger es inapelable y severo, porque deja fuera de juego a la inmensa mayoría de los fieles católicos; unos, por vivir al margen de su vocación cristiana hacia la transformación en Cristo del orden social y político. Otros por participar en regímenes políticos que niegan la dignidad y por lo tanto los derechos fundamentales del ser humano. Y otros, finalmente, por participar en soluciones incompatibles con la fe de la Iglesia.

Los políticos profesionales

Los políticos cristianos que participen en funciones legislativas deben oponerse a toda ley contraria a la dignidad del hombre, no pueden promover campañas de opinión contra ella, ni por supuesto apoyar con su voto leyes, programas políticos o propuestas contrarias a la Ley de Dios[36].

Para que el cerco moral acabe de cerrarse sobre la terrible complicidad de los católicos de nuestro tiempo con la inmoralidad de las estructuras, instituciones y código de valores que padecemos, afirma el documento que ni siquiera es moralmente aceptable el compromiso político a favor de uno o varios aspectos del bien común que desatiendan al bien común en su conjunto[37]. Con esta vara de medir ninguno de los partidos con representación parlamentaria merece el voto católico[38].

            San Juan Pablo II una vez más había recordado a los católicos el 14 de noviembre de 2002 en su discurso ante el Parlamento de la República italiana que la democracia genuina está amenazada por el relativismo, «que funda sus valores en el simple consenso de las mayorías».

La democracia moderna mezcla la negación de la verdad con la dictadura de las mayorías, y hace imposible la salvaguarda del bien común. Cuando las leyes no son justas, no obligan a una conciencia cristiana, que debe desobedecer.

Además el texto rechaza las concepciones políticas que sólo atienden a la realidad mundana del hombre y que ignoran («anulan o redimensionan») su destino trascendente. Es decir, la Iglesia rechaza toda ideología que adopte una concepción monista del ser humano, toda ideología que enfatiza la dimensión material del hombre como si fuese la única, e ignorando su realidad espiritual que constituye la esencia de la naturaleza humana.

Con esta sola afirmación de la Nota Doctrinal quedan excluidas para un cristiano las ideologías políticas que detentan el poder en la Unión Europea.

No todas las religiones son iguales

Finalmente, el documento realiza una explicación, que no pocos esperaban, para acabar con abusos y erróneas exégesis de las palabras del Concilio sobre la libertad religiosa. Dice el entonces Cardenal Ratzinger que la condena del indiferentismo y del relativismo no es incompatible con la libertad de conciencia de la Declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II. Al contrario, es plenamente coherente con ella, porque la Declaración conciliar no presupone una «inexistente» igualdad entre las religiones, culturas o doctrinas, incluso erróneas, como si tuvieran una valor más o menos igual[39], en palabras de Pablo VI. La libertad de conciencia y religiosa se funda en la dignidad humana, es decir, en la ausencia de coacción que oprima la conciencia para buscar la verdadera religión y adherirse a ella[40].

Principios innegociables

Por si cabía alguna duda, el documento que estamos abordando específica las materias más graves que merecen la atención política urgente de los cristianos. Son cuestiones morales que no admiten «excepciones». Se trata del aborto, la eutanasia, los derechos del embrión humano, la tutela y la promoción de la familia fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto[41] frente al divorcio, la libertad de los padres en la educación de sus hijos, la tutela social de los menores, la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud como la droga o la explotación de la prostitución, el derecho a la libertad religiosa, o la consecución de la justicia social como exigencia de la dignidad del hombre con una economía al servicio de la persona y del bien común bajo los principios de solidaridad humana y de subsidiariedad[42].

El texto insiste, aunque tal vez no fuera necesario salvo en atención a la mentalidad de esta época, que no se propone una forma confesional[43] de organización social, sino que el bien común precisa una verdadera interpretación de la naturaleza humana en consonancia con la Ley Natural. La política debe inspirarse en valores absolutos, porque el ser humano es una realidad superior e independiente de la voluntad general. El bien común será desatendido si se prescinde de la adecuada visión del hombre en su doble dimensión corporal y espiritual.

 El Cardenal Ratzinger puntualiza que las exigencias del bien común no obedecen exclusivamente a «valores confesionales», pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural[44].

La frecuentemente referencia de la Iglesia ya desde Pío XII a la laicidad requiere una clarificación no solamente terminológica. Para la doctrina moral católica, la laicidad se entiende como la autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica, pero no de la esfera moral. Es decir, se trata de la separación formal entre la Iglesia y el Estado, pero nunca de la independencia del Estado respecto a la moral verdadera[45].

Evidentemente, la cultura relativista, que busca negar influencia política y cultural a la fe cristiana, niega al tiempo la misma posibilidad de una ética natural. Las consecuencias de esta anarquía moral, ilegítimo pluralismo, serán el abuso del más fuerte sobre el débil, el fin de la vida social y de la concordia necesaria entre los pueblos, y el peligro de desaparición de los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización[46].

Un regalo de Dios

            Una lectura reposada del documento permitirá descubrir una enorme riqueza en matices y exigencias para la acción política de los cristianos. No necesitaba el magisterio repetirse sobre algo evidente, y ya enseñado por el magisterio reciente y no reciente. Pero el clima de profundísima confusión que afecta a los cristianos y a la sociedad en general sobre aspectos esenciales de la fe, hace que no pocos ya crean que la vieja Cristiandad, sin excluir a España, no sólo precisa de una nueva evangelización, como tantas veces han repetido los papas más recientes, sino que se ha convertido en tierra de misión.

Ahora hace falta, en primer lugar, que todos los católicos, desde los laicos hasta los prelados, sean eco de las enseñanzas del Papa, eco fiel en lo doctrinal y en la vehemencia y pasión que el texto pontificio desborda entre sus líneas. De lo contrario, como ha ocurrido en tantas ocasiones, el mensaje tal vez llegue solamente a quienes ya vivían de acuerdo con los postulados del documento.

            En segundo lugar, si la sociedad no tiene sensación de obra mal hecha, de error… porque se confunde la obligada indulgencia con el pecador, con la tolerancia, comprensión o infravaloración del pecado grave y contumaz, el banquete de la confusión está servido.

            En la Nicaragua del año 2002 lo tenían más claro. La Iglesia nicaragüense excomulgó, justo poco después de la publicación de esta Nota doctrinal, a los padres y médicos que habían practicado un crimen de aborto con la inocente consecuencia de una violación a una pobre niña. Estaban excomulgados automáticamente, como dice el Código de Derecho Canónico. Pero con la sentencia pública todo el mundo se enteró de las consecuencias canónicas del asesinato del nasciturus y el aborto apareció con elocuente nitidez como una aberración a los ojos de todo el mundo.

La claridad de ideas y la vehemencia en su exposición y defensa, en buena lógica, deben ser proporcionales a la gravedad de la situación, al índice de conciencia social sobre el asunto y a las posibilidades de los medios disponibles. El poder y la autoridad están para usarlos en defensa de aquello que les dio vida y sentido. En caso contrario, ¿a qué estamos jugando?

            Claro que la empresa es harto difícil. Ni todas las encíclicas de la historia, ni la visita personal del Sumo Pontífice, como si la historia se repitiese con los profetas de Israel y la dureza de corazón de los judíos de la Antigua Alianza, seguramente podrían convencer a la mayoría de los católicos que ostentan amplias parcelas del poder, de que su autoridad viene de Dios, de que tienen que obedecer a Dios antes que a los hombres, de que no deben apoyar, bendecir ni obedecer leyes injustas, y que lo importante para ellos y para el bien común es tener a Dios contento y no a los electores.

Si escuchasen a la Iglesia muchos tendrían que revisar toda una vida de gobernantes para concluir dramáticamente que sólo han servido por acción u omisión a los derechos del mal y del error, falsos derechos humanos. Y no pocos se consolarían tristemente con el papel de aparente mal menor de Pilatos frente a la mayor crueldad aparente de Caifás.

Los católicos esencialmente seguimos, pese a la buena intención, haciendo el juego al enemigo, a quien por mucho que amemos no deja por ello de ser el enemigo de todo aquello que puede considerarse sagrado. Podemos y debemos discrepar, y también podemos y debemos resistir. Ese es el modelo que nos presenta la Iglesia con Santo Tomás Moro[47], patrón de los políticos, San Juan Fisher o Santo Tomás Becket, martirizados en sorprendentes parecidas circunstancias a las exigencias de nuestro tiempo, por no ceder ni siquiera formalmente con su aquiescencia al imperio de la iniquidad y la apostasía, aunque vengan disfrazadas de consenso, pluralismo o convivencia. 

Francisco J. Carballo


[1] No por casualidad la Nota se firma en la solemnidad de N. S. Jesús Cristo, Rey del universo.

[2] La claridad de los textos pontificios de los últimos 50 ó 60 años, en comparación con otros tiempos, tal vez sea una cuestión digna de análisis y debate.

[3] JUAN PABLO II, Christifideles Laici, 36 y 41, en Documentos Sinodales (vol. I), Madrid: Ebidesa, 1996, p. 640-642 y 657-659.

[4] Ib., 32, p. 628-630.

[5] Ib., 34-35, p. 633-640.

[6] Ib., 16-17, p. 576-583.

[7] Ib., 8-17, p. 558-583.

[8] Sobre la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano II.

[9] Cf. Instrucción Instrumentum laboris (1987), 50-55. JUAN PABLO II, Christifideles Laici, 37-38, en Documentos Sinodales (vol. I), op. cit.,p. 642-650.

[10] Cf. Instrucción Instrumentum laboris (1987), 50-55. JUAN PABLO II, Christifideles Laici, 42-44, en Documentos Sinodales (vol. I), op. cit., p. 659-672.

[11] CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 29, Madrid: BAC, 1966, p. 248.

[12] PABLO VI, Populorum Progressio, 16-17, en Encíclicas de Pablo VI, Madrid: Ebidesa, 1998, p. 162-164. El desarrollo debe ser integral, y no es sinónimo de progreso económico o bienestar material.

[13] La Nota Doctrinal apela al Catecismo, y no pretende repetir lo que allí se ha enseñado, pero quiere «recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas. Y ello porque, en estos últimos tiempos, (…) han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones discutibles» (CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 1).

[14] Ib., 2.

[15] Ib.

[16] Ib., 1.

[17] Ib,, 3.

[18] Cf. ib., 2-3.

[19] Ib., 3.

[20] Ib.

[21] Cf. ib.

[22] Ib., 3.

[23] Ib., 7. JUAN PABLO II, Fides et ratio, 90.

[24] Esta grave afirmación del cardenal Ratzinger, que ha pasado inadvertida también para la inmensa mayoría de la jerarquía eclesiástica, puntualiza o completa la encíclica Nobilissima gallorum gens (1884) de León XIII sobre la participación de los católicos en un régimen político impío (vid. LEÓN XIII, Nobilissima gallorum gens,en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA, op. cit., p. 139-154). El Papa León XIII, bajo algunas condiciones, legitimaba el poder constituido, aunque fuese bajo los principios condenados de la Revolución Francesa, como poder accidental que debía ser obedecido por imperativo del bien común. Esta táctica conocida como «ralliement» nunca obtuvo los frutos deseados (apaciguar los ánimos en un ambiente anticlerical) sino que favoreció el laicismo en la III República francesa a principios del siglo XX. Esta encíclica tuvo su precedente en la encíclica Cum multa de 1882, dirigida a los católicos españoles (vid. LEÓN XIII, Cum multa,en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA, op. cit., p. 127-138). Aunque el propio Papa León XIII se puntualizó a sí mismo más tarde en Inmortale Dei: «puede muy bien suceder que, en alguna parte, por causas muy graves y muy justas, no convenga en modo alguno intervenir en el gobierno de un Estado ni ocupar en él puestos políticos» (LEÓN XIII, Inmortale Dei, 22, en José Luis GUTIÉRREZ GARCÍA,op. cit., p. 215-216).

[25] Bastaría con referirse a las leyes que despenalizan el genocidio del aborto, que permiten la experimentación con embriones, que han legalizado la eutanasia o aquellas otras que se inhiben o fomentan la corrupción del ambiente moral que condena a los niños a respirar un aire insalubre que mata la vida de sus almas.

[26] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 3.

[27] CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 73, op. cit., p. 322.

[28] Es necesario de la pastoral episcopal acomode sus reflexiones preelectorales a esta disposición de la Santa Sede. Pedir el voto en coherencia cristiana con motivo de cada convocatoria electoral, cuando vivimos en un régimen genocida (sólo en España dos millones de niños han sido ejecutados desde 1985), parece claramente insuficiente a tenor del texto pontificio.

[29] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 3.

[30] Ib., 5.

[31] Ib., 7.

[32] Ib.

[33] Cf. ib., 6.

[34] Ib., 7.

[35] Ib., 9. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 43, op. cit., p. 268-273. JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, 59, en Documentos Sinodales (vol. I), op. cit.,p. 715-717.

[36] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 4.

Sólo podrían votar por el mal menor cuando en una disyuntiva en el parlamento, una ley fuese menos gravosa —por ejemplo— para la vida del hombre que su alternativa, siempre y cuando —dice el documento— la absoluta oposición personal, por ejemplo, al aborto fuese clara y notoria.

[37] Cf. ib., 5. La historia reciente de España demuestra que la jerarquía eclesiástica y el pueblo de Dios han dado la espalda a partidos y movimientos católicos, o al menos que se dicen católicos, electoralmente desahuciados para apoyar a los no católicos o a los católicos abiertamente incoherentes, pero con opciones de éxito, sin otra lógica que parecían menos malos que otras alternativas. Somos responsables de las consecuencias.

El mal en sus múltiples variantes domina en monopolio la escena electoral y el bien prácticamente ha desaparecido de la vida política, desfondado y completamente abandonado de los hijos de la luz. Suponiendo que no hubiese un bien como alternativa al mal, sólo sería legítimo escoger el mal menor si cumple con los cuatro principios no negociables que estableció Benedicto XVI en Sacramentum caritatis.

Tal vez sea hora de plantearse la posibilidad de un cambio de régimen, asunto que la plutocracia ha conseguido eliminar de la agenda de cualquier debate político, periodístico, cultural y hasta académico. Hoy se discute de todo, sin excluir la dignidad del hombre, la condición de hombre o mujer de la persona humana o los datos científicos. De todo menos de la democracia parlamentaria y de la plusvalía y los privilegios del capital, que son los «a priori» de nuestro tiempo. El régimen político imperante en Occidente no sólo adolece de representación política (sólo están representadas las ideologías subvencionadas y afectas al orden establecido), sino que el propio régimen de partidos políticos, por su propia naturaleza relativista y de lucha encarnizada y amoral por el poder, es incompatible con el bien común (cf. PÍO XI, Ubi arcano, 9, en Federico RODRÍGUEZ, op. cit., p. 486-487).

Es lo que Pío XI denominaba la tercera de las concupiscencias que amenazan al hombre: «la soberbia de vida, es decir, el ansia de mandar a los demás, ha llevado a los partidos políticos a contiendas tan encarnizadas, que no se detienen ni ante la rebelión, ni ante el crimen de lesa majestad, ni ante el parricidio mismo de la patria» (ib., p. 492). Entre las muchas fórmulas alternativas posibles se trataría, en primer lugar, de garantizar una representación política universal y efectiva de los intereses de las personas mediante una representación corporativa. Y, en segundo lugar, de limitar el poder civil con la moral objetiva para evitar que sea un poder absolutista que defina caprichosamente que es moralmente aceptable. Para evitar en definitiva que se convierta en un poder totalitario.

[38]Podría añadirse que el recurso al llamado mal menor se ha convertido en una solución ya mítica en la conciencia cristiana para establecer un criterio moral en unas elecciones partidistas. Pero en buena lógica quienes aman el bien, no buscan premeditadamente el mal, ni mayor ni menor. Si se tratase de una disyuntiva insalvable parece preferible un mal menor a un mal mayor. Pero esta disyuntiva es falsa. Además, el mal mayor puede convertirse en los próximos comicios en mal menor ante la aparición de una amenaza superior. En esta dinámica podríamos encontrarnos el resto de nuestra vida, de tal manera que el bien o el mal ya no se definen ontológicamente sino en función de las circunstancias. El mal tiene una estrategia perfectamente orquestada mediante la implantación de sucesivos males «menores», antaño mayores. El riesgo de un mal de mayor intensidad se presenta como posibilidad precisamente para disminuir la percepción de la gravedad de los males menores.

En realidad, el hombre ha nacido para el bien, que es lo que conviene a su naturaleza. Sólo tiene sentido apoyar un mal menor ante la ausencia de bien, siempre y cuando tales males menores no sean «intrínsecamente malos», es decir, aquellos males que lo son siempre y por sí mismos, por su objeto, independientemente de las intenciones de quien actúa, y de las circunstancias (cf. JUAN PABLO II, Veritatis Splendor, 80, en Encíclicas de Juan Pablo II, Madrid: Edibesa, 1998, p. 1111-1113). Es lo que llamará Benedicto XVI más tarde, principios innegociables.

La ausencia de bien es un caso atípico. En términos electorales, los propios católicos somos muchas veces responsables de la ausencia de bien, por una moral utilitarista incompatible con la fe, o por desoír los imperativos de los laicos hacia un orden social cristiano. Lo habitual es que el fiel católico votante ponga de su cosecha un nuevo filtro: votar a un mal menor con opciones de éxito frente al bien sin opciones aparentes. Con esta interpretación subjetiva el bien tiene que vencer una doble batalla electoral: tener la razón y albergar opciones de éxito. Si ambas condiciones no se dan, los fieles católicos extrañamente abrazan acríticamente la segunda condición, olvidando la consigna de San Pablo: «no es lícito hacer el mal para lograr el bien» (Rom. 3, 8).

[39] Vid. Sobre este tema la declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, de 6 de agosto de 2000, firmada también por el Cardenal Ratzinger.

[40] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 8. Repárese que la Iglesia y el propio Concilio hablan de verdadera religión y de inmunidad de coacción, algo que por otra parte la Iglesia ha defendido siempre. Al igual que ha defendido siempre que toda propaganda religiosa no tiene derechos absolutos sino límites en la moralidad pública y el bien común, que el Estado tiene obligación de estimular los valores religiosos (dimensión positiva de la libertad religiosa), obligaciones de proteger el ambiente moral de la sociedad, y obligaciones de inspirar su acción de gobierno en la moral objetiva (cf. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 74, op. cit, 323-325). Es necesario atender al contenido completo del documento conciliar Dignitatis humanae y encontraremos una reafirmación de la enseñanza tradicional de la Iglesia.

[41] «A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal».

[42] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 5.

[43] En realidad, el núcleo de la confesionalidad del Estado reside en la subordinación de las leyes civiles al orden natural, que interpreta el magisterio eclesiástico. Desde el momento en que la autoridad política reconozca a la Iglesia como instancia moral, estaríamos ante un Estado confesional. Conviene no huir de la claridad terminológica por sistema, para no ahondar en la confusión y desorientación del pueblo cristiano. La pastoral de nuestro tiempo habla de este núcleo (subordinación de las leyes humanas a la moral objetiva, al bien común, a una recta concepción de la persona…) pero dando un rodeo para evitar palabras que resultan hoy anacrónicas. Es pan para hoy y hambre para mañana. Pero al final se dice lo mismo de siempre. Se condena una concepción voluntarista del Derecho, y la alternativa a este modelo liberal del Estado es un Estado que reconozca la verdad del hombre.

[44] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 5.

[45] Cf. ib., 6. CONCILIO VATICANO II, Gaudium et spes, 76, op. cit., p. 329-331.

[46] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 6.

[47] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 1. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, 4: «el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral».


Francisco J. Carballo

(Madrid, 1967) Doctor en Ciencias Políticas, licenciado en Ciencias Religiosas y máster en Doctrina Social de la Iglesia. Es autor de varios libros, estudios académicos y artículos sobre pensamiento social cristiano.