El 15 de diciembre de 1976 se aprobó en referéndum la Ley para la Reforma Política (LPRP). El texto de la Ley, redactado por Torcuato Fernández Miranda, presidente del Consejo del Reino y de las Cortes, había sido aprobado por las Cortes del Régimen del 18 de julio casi un mes antes con 438 votos favorables, 57 abstenciones y sólo 2 votos en contra.
Defendió la Ley ante las Cortes nada menos que Miguel Primo de Rivera, sobrino de José Antonio, en un ejercicio calculado de confusión. La Ley, jurídicamente, era la octava Ley Fundamental del Régimen militar y, aunque no derogaba las Leyes anteriores que se oponían a ella, constituía de facto la convivencia de dos concepciones antagónicas del Estado y del Derecho. Mientras la LPRP afirmaba la soberanía del pueblo, las Leyes Fundamentales proclamaban la soberanía de Dios, de sus Mandamientos y de su Reino.
Como consecuencia de la LPRP fueron convocadas las elecciones generales de 1977 que, de nuevo, contra el espíritu y la letra tanto de las Leyes Fundamentales como de la propia LPRP, convirtieron las Cortes resultantes en las Cortes constituyentes que darían vida un año más tarde a la Constitución de 1978. La ruptura con el ordenamiento anterior era ya definitiva. La LPRP no entregaba directamente el poder al enemigo, pero abría de par en par las puertas de la fortaleza patria para facilitar la entrada de cualquiera que se propusiese asaltarla para destruir su esencia y hasta su ser.
Se repetía la historia. La Constitución de 1812 proclamó al mismo tiempo la soberanía nacional y la confesionalidad católica del Estado. Cuando la soberanía nacional decidió contradecir esta confesionalidad, el Estado se hizo laico, y al poco laicista.
Un golpe de Estado
La LPRP fue un verdadero golpe de Estado. En realidad, fue un autogolpe, algo parecido al autogolpe ideado por el General Armada con la UCD, AP, el PSOE y hasta el PCE, el 23 de febrero de 1981. Ambos tuvieron algo en común: los dos casos fueron protagonizados por los titulares del poder. Se diferenciaron entre ellos en que mientras el primero pretendía un cambio profundo en la filosofía y en la moral de las instituciones, el segundo sólo quería, con un lavado de cara, reconducir una situación social muy deteriorada que ponía en entredicho la legitimidad del nuevo orden constitucional.
Técnicamente un golpe de Estado es la conquista del poder al margen de los mecanismos jurídicos establecidos. No importa que los medios sean pacíficos o violentos. Cuando se conculcan los procedimientos previstos en el orden jurídico vigente estamos ante un golpe de Estado (1), refinado si se quiere como el caso que nos ocupa, y con la complicidad y hasta protagonismo de los guardias puertas adentro, pero en definitiva un golpe de Estado convencional. Todos los regímenes políticos en la Historia han nacido transgrediendo la norma imperante. Por eso han sido revolucionarios y sus protagonistas han creído que su legitimidad era independiente de los medios utilizados para la conquista del Estado.
Nada menos que 183 procuradores de aquellas Cortes ingresaron más tarde en Alianza Popular, la derecha -junto a UCD- que hizo la Transición Política (2). Es la misma derecha democristiana que se sumó a la Cruzada para vencer al materialismo marxista en el campo de batalla, aunque no lo hizo por ideales religiosos o patrios sino para salvar los intereses económicos amenazados por el comunista neocapitalismo de Estado.
Una Ley con antecedentes
La LPRP no surge en un contexto extraño como si se tratase de un hecho extemporáneo. Al contrario, encaja perfectamente con el ambiente de cambio progresivo que acaeció en el Régimen del 18 de julio.
Algunos dicen que esta evolución comenzó con la Ley Orgánica del Estado (1966), otros señalan a la Ley de Estabilización (1959). Con independencia de las fechas, la evolución social y legislativa del Régimen del 18 de julio es un proceso largo e incesante cuyo desenlace conocemos y cuyo principio probablemente se sitúa en la propia heterogeneidad de los vencedores de la Cruzada (3).
Las Cortes del Régimen militar del 18 de julio votaron abrumadoramente en favor de la soberanía popular. Las consecuencias que han sobrevenido al ejercicio de esa soberanía popular y que hoy padecemos hay que imputárselas en buena lógica al Régimen que explícitamente nos dejó como herencia el gobierno del pueblo como fórmula de organización social, y de paso al rey y a su dinastía como cabeza visible del nuevo orden emergente
En las Leyes Fundamentales estaba todo lo necesario para una profunda transformación de España, para recuperar su vocación imperial al servicio del Mensaje Universal de Salvación. Un Estado cristiano, como decía Pío XI; y una legislación social revolucionaria con el Fuero del Trabajo (1938), que proclamaba la función social de la propiedad y la subordinación del capital al trabajo, y que finalmente fue incumplida sistemáticamente por el mismo Régimen que la promulgó.
Todas las previsiones fallaron
La LPRP se aprobaba al tiempo que el Presidente del Gobierno por designación real, Adolfo Suárez, se reunía en secreto con el Partido Comunista de España, como es fácil de suponer para nada bueno. Y al tiempo que se celebraba la primera «diada» de Cataluña (un día contra España) en la legalidad.
El referéndum posterior tuvo una alta participación. Un 94% votó a favor. Casi un 3% en contra. Y un 23% se abstuvo. Al igual que ocurrió diez años antes con el referéndum sobre la Ley Orgánica del Estado, la participación fue masiva y la victoria del voto afirmativo fue aplastante pero sobre contenidos antagónicos.
Ni las personas, ni las leyes, ni las instituciones civiles son siempre fiables. La monarquía mostró todas sus limitaciones en un momento decisivo de la historia (4). El Príncipe de España resultó un fiasco y nada resultó atado. Falló su educación. Fallaron los diques jurídicos de contención. Fallaron los mecanismos institucionales. Falló todo cuando todo estaba a favor…
Quienes no debían caer nunca en la deslealtad son aquellos que han jurado erigirse en salvaguardia de lo permanente, y de su juramento hacen vocación y profesión: la jerarquía eclesiástica y el Ejército.
(1) También la II República fue proclamada el 14 de abril de 1931 después de un golpe de Estado por abandono de quienes ostentaban el poder y por audacia de los revolucionarios.
(2) Se habla de Transición política pero menos de transición económica. La propiedad, la plusvalía o la gestión en la actividad económica, antes y después de la Ley para la Reforma Política, estuvo en manos del capital, y en manos del capital sigue. La única transición económica fue a peor, pasando de un capitalismo popular, donde el Estado limitaba las agresiones de la libertad económica a la justicia social, p. e., con las ordenanzas de trabajo, frente al capitalismo desatado que dicta las reformas laborales a través de sus correas de transmisión, los partidos políticos.
(3) Los militares gobernaban los destinos de España en la posguerra y son responsables de su empeño en integrar en la España nacional a la derecha liberal, en agradecimiento a los servicios prestados en la contienda, olvidando o perdonando la responsabilidad de la derecha en una economía injusta que explica en parte la amenaza marxista. Aquella derecha que había acatado en lo moral y en lo político la Constitución anticristiana de 1931, fue responsable también de la LPRP, y nos trajo otra Constitución atea en 1978.
(4)
Aunque la monarquía era la forma de gobierno preferida de santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico
recuerda que no está exenta del peligro de caer en el absolutismo monárquico. Por eso propuso un
régimen mixto con una monarquía templada con poderes que ejercieran de contrapeso, como la
aristocracia, o como proponía Aristóteles, con la ley y la fiscalización popular: si el pueblo tiene derecho
a darse un rey, también a deponerlo o limitar su poder (cf. Victorino RODRÍGUEZ, El Régimen político
de santo Tomás, Madrid: Editorial FN, 1978, p. 58-66, 69). Salvados los rasgos de la unidad de poder y la
legitimidad de ejercicio, esencia de una monarquía cristiana, puede postularse una República cristiana
(¿monarquía electiva?, ¿república presidencialista?), toda vez que la Iglesia enseña desde León XIII la
accidentalidad de las formas de gobierno (vid. LEÓN XIII, Au milieu des solicitudes y Notre
consolation), y la subordinación de las formas de gobierno a los pueblos y los hombres y no al revés (cf.
Victorino RODRÍGUEZ, op. cit., p. 67). No hay estricta obligación cristiana de buscar la legitimidad de
origen cuándo se haya alcanzado la legitimidad de ejercicio. Y tampoco hay obligación de hipotecar el
futuro de la Patria a priori con pretendientes indignos, ni con dinastía alguna, y menos aún si todo en ella
son deméritos: extranjera, centralista, perjura y esclavista (vid. el llamado «asiento de negros» del Tratado de Utrecht) y responsable de episodio infame de Gibraltar y la pérdida de buena parte del Imperio
Español.
(Madrid, 1967) Doctor en Ciencias Políticas, licenciado en Ciencias Religiosas y máster en Doctrina Social de la Iglesia. Es autor de varios libros, estudios académicos y artículos sobre pensamiento social cristiano.