La palingénesis moral de MacIntyre y sus encendidas críticas a la tercera ola y la posmodernidad

🗓️3 de febrero de 2022 |

La humanidad no nace con la rueda, ni cuando evoluciona el pulgar prensible (de homo habilis a homo sapiens), la humanidad nace cuando surge la perfecta utilización de la inteligencia y de la capacidad de reconocer constantes, lo que permite el descubrimiento del derecho natural y de la formación de sociedades complejas, siendo cuando el hombre se convierte en el ‘zoon politikon’ que Aristóteles definió y que es algo de lo que nosotros jamás podremos escapar, el vivir en la sociedad. Así lo corrobora en su Ethikōn Nikomacheiōn (dedicada a su hijo Nicómaco)así como en su Ethica Eudemia (esta, menos conocida, dedicada a su alumno Eudemo de Rodas). El “buen derecho” es una evolución de su “buen vivir”, y este “buen vivir” no puede resumirse a ser una mera asignatura, anquilosada entre otras tantas, sino un conocimiento práctico y dinámico, mejorable, para lograr la perfección de la sociedad (la areté).

El Derecho primigenio, en líneas generales era eso, la respuesta proporcionada a una injusticia o a un requerimiento, así como también, en muchísimas ocasiones, la objeción a las leyes terrenas arbitrarias, como las de la Antígona de Sófocles, cuya protagonista, honra a su hermano Polínices, tras que Creonte, rey de Tebas, haya prohibido tajantemente su veneración por considerarlo un traidor a la Patria. Un derecho ‘moral’, que encontró su complementación con la posterior.

Precisamente, ese seguimiento de las leyes divinas, se traduce en las tres virtudes como la andreía (la valentía), la sofrosine (la moderación)y la dicaiosine (búsqueda de la justicia), encaminadas a la formación de un hombre perfecto, de un ‘político’ – en tanto que este es habitante de la ‘polis’ – en puridad, alguien que supiese vivir de una forma buena y perfecta en la comunidad, donde podría encontrar justicia, dignidad y espiritualidad para sí mismo. Si las primeras veneraciones religiosas a gran escala – entiéndase ‘a gran escala’ por comunidades avanzadas y formadas – lo fueron para intentar ‘domar’ los fenómenos meteorológicos y externos al ser humano, la siguiente fase trajo el primitivo concepto de moral. Esta deidad es buena y a ella me consagro, porque ella es la que procura el buen derecho. Y en torno a la búsqueda de la moral, las primeras veneraciones religiosas fueron haciéndose norma. Y ya sabemos que cuando algo divino es tomado como norma, acaba degenerando en lo peor de lo terreno.

En un análisis somero de la “Apología de Sócrates” que escribió Platón y que hace una aproximación al discurso que el tábano ateniense hizo para defenderse en la calumniosa y maledicente acusación que contra él vertieron, después de sus envidiosos denunciantes intentaran ‘poner en guardia’ a la ciudad ateniense para prevenirlos de la elocuencia socrática, así como también para intentar demostrar que él se oponía a los ‘dioses de la ciudad’, y todo porque Anito y Melito, prohombres atenienses, hombres públicos y que saludaban a todos cuanto había, veían con temor y envidia que un tábano, con sabiduría no impostada como la de los sofistas, acabase por cuestionar sus resortes, y ni cuando intentaron pillarlo “in fraganti” como si fuese un ceporro, él cayó en su trampa. Me gustaría, para un futuro, hacer una entrada sobre los famosos juicios y libelos terrenales, aquellos que todavía hoy se siguen celebrando contra hombres geniales y mentes fecundas, sólo por querer hacer el bien y la verdad. Ya lo dijo Sócrates: “No he querido otra cosa más en mi vida que hacer justicia”. Y esa es otra máxima del Derecho natural y del Derecho en comunidad, el no querer hacer otra cosa más que la justicia. Y sobretodo, que cuando nos den a elegir entre el cometer una injusticia o sufrirla, mejor sufrirla.

El diálogo socrático, el pleno debate, es el que nos invita a la reflexión, a cuestionarnos el mendaz dogma que los gobernantes terrenos nos imponen. En amplísimas ocasiones, esas selectas (anti)élites se reparten el conocimiento del Derecho entre ellos, y esa “democratización” que nos llega a través de las urnas y de la falsa pluralidad política, en muchísimas ocasiones, no nos lleva al conocimiento de un buen derecho. Entiendo, como Galileo Galilei, que “en cuestiones de ciencia, la autoridad de mil no vale el razonamiento humilde de un único individuo”, especialmente si es para algo tan técnico y tan específico. Pero el Derecho no es únicamente tecnicidad, ni especificidad, ni ciencia, ese es un error en que el derecho positivismo incurrió, de una forma más flagrante y significativa a principios del Siglo XX. El Derecho es la actualización constante de la norma, es el dinamismo, es la interpretación de lo justo y lo injusto, es buscar una auténtica eficacia a través de la defensa de la dignidad y los valores humanos. El Derecho puede tenerse como una carrera práctica, totalmente de acuerdo, ¿pero acaso su estudio sólo ha de contemplar lo tipificado y hacer las interpretaciones allí ceñidas? Obviamente, no estoy haciendo un canto a desnaturalizar las respuestas correctas del Derecho, sino más bien a señalar el error en el que se incurre cuando se da por sentado que todo lo legal es legítimo, y aún más, cuando se habla de eficacia. Si hablamos de eficacia en el seguimiento del Derecho, pues sí, existe eficacia autómata. Existe en los países donde su ordenamiento jurídico es la sharia y se anima a maltratar mujeres, el asesinato de perros por considerarlos animales impuros o casarse con niñas pequeñas, y ha existido en prácticamente todas las dictaduras, así como en gobiernos presupuestos democráticos y de Estados de Derecho cuando se acercan a una deriva totalitaria y cercenadora de libertades esenciales. Bien, ahí el Derecho – como práctica – es eficaz, pero lesiona los más elementales derechos del ser humano. Si el Derecho ha de ser eficaz, que lo sea a la hora de defender sus más elementales características, aquellas que configuran al humano y lo protegen.

Daría para otras entradas, y espero que así sea, pero los mayores enemigos del iusnaturalismo, han sido – a partes iguales – tanto los supuestos catedráticos que hacen del Derecho una mera asignatura de memorística pero no de estudio dinámico, así como también aquellos, que, imbuidos en un halo de grandeza, niegan lo más elemental, porque su palabra es la única fuente de ley. La fuente de ley, amigos míos, esa falsa amiga también.

Resulta curioso observar como conforme fueron desapareciendo los ideales primitivos de una comunidad fuerte, el individuo fue cediendo soberanía y dignidad. Hablamos del Gran Leviatán hobbesiano, escrito tras la finalización de la Guerra Civil Inglesa, en la que los parlamentaristas acabaron imponiéndose a los realistas absolutistas, y en la que se hace una velada – o no tanto – declaración de intenciones sobre el nuevo absolutismo estatal frente al anterior realista. El cambio de Régimen, pero no de basamento. Aún a pesar de incorporar a sus ideas el novedoso ‘Contrato Social’ que Rousseau desarrollaría profusamente – con inconexiones y derivas totalitaristas – un siglo más tarde, su visión era la de un Estado fuerte, al que no le temblase el pulso a la hora de coartar determinadas libertades. Hobbes fue un furibundo y convencido estatista, preludiando al Estado como hoy lo conoceríamos, y dejando esas sencillas atribuciones que en la Antigua Roma le habían sido legadas al Estado como dador de justicia y recaudador de impuestos. Esa primitiva evolución del concepto de Estado ya no hablaba de este como un mero administrador, sino como la superación de comunidades desperdigadas, teniendo un talante “unificador” no únicamente en el sentido doctrinal y normativo, sino también en el nacional. Hoy día, ese concepto de Estado-Nación se ha superado de tal forma que hoy los auténticos estados son inhumanas multinacionales, tales como Amazon, donde la dignidad humana y los derechos básicos son constantemente vulnerados. El Gran Leviatán, que en la figura bíblica es el caos, se transforma en un monstruo aún más grande, superando todas las peculiaridades nacionales.

Precisamente, este Gran Estado abandonó el recogimiento simple que existía entre las distintas comunidades y el histórico concepto de Nación acabó subsumiéndose en el de organización estatal. Equívocamente se considera que tras la Paz de Westfalia de 1648 afloró el principio de soberanía nacional por el que se vinculaba la existencia de la Nación con la integridad territorial – hoy consagrado en el artículo 2 de la Carta de las Naciones – frente al patrimonialismo feudal de los territorios. Nada más lejos de la realidad. Especialmente, porque este tratado, tan sobrevalorado para unas cosas, es tan infravalorado por la magna importancia que tuvo durante más de dos siglos, al menos hasta la Conferencia de Viena, en tanto, que logró importantes resultados como la libertad religiosa entre estados. Pero al margen de la libertad religiosa entre estados y la soberanía territorial, existió también el abandono de la moral en el proceder de los Estados y la destrucción de distintos fueros.

Este tratado fue importante en su momento, no sólo por las consecuencias territoriales, sino por poner la primera piedra de la libertad religiosa. Pero el surgimiento de una gran Nación sin moral y sin ideales, fue, a la postre, semillero de distintos movimientos nacionalistas, muchos centrípetos y otros periféricos.

Destaquemos en aquella época la Mancomunidad de Polonia-Lituania, la primera monarquía parlamentaria moderna del mundo, ya hablé de ello en mi blog «Cultura Hespéride», que fue el país más extenso de Europa. Extenso y codiciado. Pues si bien protagonizó grandes epopeyas como las dos Batallas de Chocim (1621 y 1673) y la del monte Kahlenberg en 1683, salvando tanto su integridad nacional como el espíritu de Europa frente al enemigo otomano, sus continuos roces con la gran potencia mesocrática de Europa como lo eran los Habsburgo acabaron llevando a su perdición y al revanchismo de esta dinastía en sus tres particiones (5 de agosto de 1772, 23 de enero de 1793 y 24 de octubre de 1795) junto a Prusia y Rusia. Polonia sobrevivió como una nación sin patria, ajada y desposeída, y por parte de Rusia, forzada a sufrir una asimilación cultural. Del triste éxodo polaco y de la diáspora de sus mentes más fecundas, así como de otras tantas notables personalidades y buenas personas, por la asimilación forzosa por parte de las tres potencias repartidoras que además se encargaron de borrar todo halo de reivindicación comunitaria polaca. Destaca la sustitución del alfabeto latino polaco por el alfabeto cirílico eslavo, una respuesta al Levantamiento de Noviembre de 1830. Esa destrucción de los fueros y las costumbres, esa destrucción de la vida en comunidad, fue también un claro ejemplo de como degeneró el posmodernismo y los grandes Estados. ¿De qué servían las constituciones y la ‘soberanía nacional’ si estas no mejoraban el derecho y el estatus existente? Todo ese conato de revoluciones liberales en el año 1848, igual tuvieron un afán unificador pero defendiendo las identidades de los estados (la revolución alemana), de reafirmación de la identidad como la húngara de 1848 contra los Borbones, la cuestión polaca de 1848 contra la forzosa asimilación cultural rusa o los movimientos nacionalistas románticos de zonas euroétnicas del Imperio Otomano, así como también algunos que querían eliminar toda ‘diferencia’ y unificar un concepto difuso como el de Italia (recordemos que fue Napoleón – de origen italiano aún a pesar de lo que el anuncio de Tarradellas diga – con su República Cisalpina, el primero que introdujo el concepto de Italia como nación en la Península Itálica).

El ideal de comunidad seguía estando presente en el sustrato del nuevo ideal de nacionalidad. La nacionalidad no debía quedarse únicamente como un ente territorial con fronteras delimitadas, sino que esta debía ser la unión “fraterna” de comunidades con distintas culturas pero convergentes en una significación que trascendiera las épocas. Era dotar a la comunidad de un fin trascendental, así como de recuperar todo aquello que hizo grande a una civilización y encontrar en esta pretérita grandiosidad, todo lo que había de hacerles grandes.

Si bien, en el siglo XIX se habló de la muerte del Derecho, especialmente por una de las figuras políticas decimonónicas por antonomasia como Karl Marx que lo consideraba una rémora, así como por el filósofo Friedrich Nietzsche que en su nueva moral, consideraba al Derecho como la solución a los que los débiles (üntermensch) se agarraban y que su existencia no era práctica en una sociedad que evolucionaba hacia la grandeza.

Fue en el siglo XX, cuando la vorágine positivista, que consagraba el “todo vale”, superando la moralidad, fue protagonista directa de los dos últimos conflictos más mortíferos y letales de la Historia, acabando por cumplir con su definitiva muerte. En la Primera Guerra Mundial, la industria armamentística se lucró ante las glotonerías imperialistas, abriendo además nuevos frentes y siendo financiadora directa de la Revolución Rusa y de sus posteriores conflagraciones civiles, naciendo la Sociedad de Naciones y consagrándose el reconocimiento a través de Estado de esas comunidades humanas que no disponían de ese reconocimiento internacional, aún a pesar de tener identidades culturales, históricas y tradicionales en lo entendido como nación, pero fracasando; y en la Segunda Guerra Mundial, las tristes consecuencias que todos sabemos, con el exterminio sistemático de etnias, y la violación de los más elementales derechos, la muerte de la dignidad humana.

A muchos teóricos del Derecho de raigambre iuspositivistas como Hans Kelsen con su Reine Rechtleshre o Alf Ross, estas situaciones no les parecieron flagrantes, sino el cumplimiento de directivas y de órdenes, incluso siendo injustas. El iuspositivismo era eso, el relativismo moral en su máxima expresión y los únicos atinentes al conocimiento del Derecho eran los juristas, no los ciudadanos.

El posmodernismo sesentayochista encarnado en mediocres pensadores de dudosa moral como Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Cohn Bendit, Kate Millet o Alfred Kinsey, es la última consecuencia de la tercera ola que todo lo relativiza y desnaturaliza.

Y ante esa complejidad del mundo moderno que no puede encontrar ideas que frenen ese pernicioso y desbocado avance sin moral, aparecieron iusfilosofistas que se opusieron a ese paradigma liberal-ilustrado, quizá desde un modo radical como Alasdair MacIntyre – que es quién aquí nos ocupa – así como aquellos que querían encaminarlo por otra vertiente – como el caso de Charles Taylor -.

De Alasdair MacIntyre, escritor de entre otros libros como “Tras la Virtud”, habríamos de destacar su señalamiento ante la vacuidad moral de la posmodernidad, un universalismo bastante ambiguo en concepción sobre el que no podía germinar un orden humano y la recuperación del iusfilosofismo tomista, así como el renacimiento de comunidades más reducidas para realizar un aprendizaje de la moral, oponiéndose al concepto anfibológico de “autonomía” consagrado en los dos siglos anteriores.

Aquí, unos destacables fragmentos de esta obra:

“Dado que toda la ética, teórica y práctica, consiste en capacitar al hombre para pasarlo del estadio presente a su verdadero fin, el eliminar cualquier noción de naturaleza humana esencial y con ello el abandono de cualquier noción de “telos” deja como residuo un esquema moral compuesto por dos elementos remanentes cuya relación se vuelve oscura; está, por una parte, un cierto contenido de la moral: un conjunto de mandatos privados de su contexto teleológico, y por otra, cierta visión de una naturaleza humana inadecuada tal-como-es”. La moral moderna ya no cumple un cometido elevador o superior a como estaba la situación, sino que simplemente es un mero condimento, un mandato a seguir, así como carente de toda interpretación trascendente del cuerpo. La moral, la persona, es lo que es, nada más, ningún trasfondo, ninguna trascendencia.

“Mi conclusión es muy clara: de un lado, que todavía, pese a los esfuerzos de tres siglos de filosofía moral y uno de sociología, falta cualquier enunciado coherente y racionalmente defendible desde el punto de visto liberal-individualista; y de otro lado, que la tradición aristotélica pueda ser reformulada de tal manera que se restaure la inteligibilidad y racionalidad de nuestras actitudes y compromisos morales y sociales”. La crítica a la tercera ola y la vacuidad moral que desde el surgimiento de los Estados modernos es aquí bastante evidente, así pues, uno puede observar como señala que esta complejidad estatal no ha traído consigo la mejora de sus conciudadanos, no ha cultivado en ellos la virtud, ni lo mejor de otros tiempos.

“…lo que importa ahora es la construcción de formas locales de comunidad, dentro de las cuáles la civilidad, la vida moral y la vida intelectual puedan sostenerse a través de las nuevas edades oscuras que caen ya sobre nosotros. Y si la tradición de las virtudes fue capaz de sobrevivir a los horrores de las edades oscuras pasadas, no estamos enteramente faltos de esperanza. Sin embargo, en nuestra época los bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hacen algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a San Benito de Nursia”. A través de este extracto, él comprende que la comprensión de la virtud ha de estar íntimamente ligada a la comunidad de la que provienen (“somos de donde venimos”) y que sólo el barbarismo degenerado y consecuencia del declive de nuestros tiempos es lo que nos impide el avanzar, y encontrar a ese San Benito de Nursia, patrón de Europa, que nos ilumine con una santa regla adaptada a la medida de nuestros tiempos, un código moral “erga omnes” del que no podamos separarnos.

Por otra parte, hemos de recordar lo que el Eclesiastés 7:10 – en los proverbios salomónicos – decía: “Dijo un necio: todo tiempo pasado fue mejor”. Todo tiempo pasado si carece de una moral superior que haya sido capaz de edificar imperios y prolongarse en el tiempo por su recuerdo y su contenido, no fue mejor. Imagínense que alguien en un futuro dice que la década 2010-2020, en una España carente de valores, donde, por desgracia, una cantidad considerable jóvenes se abandona a la ludopatía, el Instagram, el TikTok o el sexo fácil; y tienen como dos contendientes morales tanto a la dictadura del género que desnaturaliza el ser y las más que evidentes diferencias entre sexos, como a los lobotomizados que siguen a su equipo de fútbol como borreguitos y cuyo mayor referente es un Amador Rivas que grita el “Ai, mai” o “merengue, merengue”. Una sociedad así no es digna de recuerdo. En los momentos más duros de la civilización occidental, como la caída del Imperio Romano de Occidente, la invasión musulmana del Sur de Europa, la caída de Constantinopla o la perdida de hegemonía en detrimento de las potencias atlantistas, siempre pervivió un halo de esperanza, del que pudieron resurgir nuevas comunidades con valores, nuevas comunidades que con decisión, salieron adelante.

El problema es el posmodernismo globalista, que tiene su brazo político en una tercera ola disolvente de ideologías, pensamientos y de morales. Pero entre la “España es unidad en destino de lo universal” de José Antonio Primo de Rivera y el comunitarismo de MacIntyre hay nimias diferencias. La comunidad y el sentimiento de pertenencia configuran nuestra moral, nuestro espíritu y nuestros valores, y estos, han de trascender los tiempos y la mortalidad. El hombre como ser espiritual tiene una obligación moral e incondicionada para sí y para los suyos, el conocer su historia y el deberse a su comunidad.