Reflexionaba certeramente el maestro Enrique García-Maíquez en un delicioso artículo publicado el 10 de Agosto en Diario de Cádiz acerca de un milagro acontecido durante la JMJ. Se trata del milagro de Jimena, una chica de 16 años que estaba ciega desde hace dos y que estando en Fátima, tras la comunión y por intercesión de la Virgen, ha recuperado la vista. Viajó allí con un grupo de personas pertenecientes al Opus Dei. Recogiendo el guante del maestro en el punto en que lo dejó quisiera proseguirlo. En esta época tan descreída creer en milagros es algo indecorosamente provocador. No está bien visto. Es algo anacrónico, impropio de vivir en pleno siglo XXI. Y, sin embargo, Eppur si muove, los milagros acontecen. Otra cosa es que muchas veces, nosotros, duros de cerviz e incircuncisos de corazón y de oídos (Hch 7, 51), y quizás algo acongojados, los escamoteamos tildándolos de casualidades. Como probablemente diría S. Josemaría, ¡Muchas veces la verdad es tan inverosímil! (Surco 568). Y es que la realidad es mistérica e incluso mística y nos sobrepasa. En el curso del acontecer cotidiano lo eterno suele encapricharse con lo temporal.
Devolver la vista a los ciegos es algo que Jesús hace en repetidas ocasiones en los Evangelios. Es un milagro que entraña una notable significación teológica. A su vez, el nombre de Jimena es de origen hebreo (Scimeon) y significa «la que sabe escuchar» o también, «de mandato divino que debe ser escuchado». Podríamos considerarlo una mera casualidad pero también podríamos barajar la opción de que no fuera tal, en cuyo caso nos convendría atender. Teniendo ojos, ¿no ven? Y teniendo oídos, ¿no oyen? (Mr 8, 18). Barruntando dicha posibilidad cabe preguntarse ¿no nos estará queriendo invitar la Virgen a dejarnos aclarar la mirada por su Hijo en ésta época, quizá, un tanto miope? La Iglesia, que siempre ha vivido azorada por las crisis, vive hoy una grave crisis interna que no podemos soslayar. Probablemente su origen próximo se remonte al modernismo ya condenado por San Pío X como compendio o síntesis de todas las herejías en la encíclica Pascendi allá por 1907 (curiosamente en 1907 nacía una de los pastorcillos de Fátima, la recientemente proclamada venerable Sor Lucía Dos Santos). Si consideramos su origen remoto debemos retrotraernos al pecado original, el Seréis como dioses, con el cual la serpiente embaucó a nuestros primeros padres, quienes, cayendo en el embuste y comiendo del árbol del conocimiento del bien y del mal, pecaron. Su acto de desobediencia fue fruto de pretender decidir por sí mismos lo que era bueno y lo que era malo. Por sí mismos, al margen de Dios. Los ecos de esa herida original y lacerante se auscultan en la crisis actual.
Los fieles católicos contemplamos no sin cierta preocupación el surgimiento de amenazantes nubarrones en el horizonte del camino sinodal alemán. Vi a Satanás caer del cielo como un relámpago (Lc 10, 18). Algunos parecen pretender reformar la doctrina bimilenaria de la iglesia católica en asuntos tan medulares y delicados como la antropología del amor humano (el sacramento del matrimonio) o el sacramento del sacerdocio. Por un lado, las presiones mediáticas del mundo para maniobrar en estos sentidos son muy intensas, por otro, el emotivismo y la confusión imperantes no ayudan. Con la efigie del amor se acuña mucha moneda falsa. Hay quienes parecen pretender fundar algo que tomando prestado el término de Übermensch (el concepto superhombre del filósofo impío alemán Nietzsche) podríamos considerar una especie de Überkirche (superiglesia). Se trataría de una pseudo-iglesia, una iglesia fundada por hombres, una iglesia impostada que rompería con las tradiciones morales impuestas por el cristianismo al fin de alcanzar la libertad de la voluntad de poder autodeterminar su esencia y, así, congraciarse con el mundo.
El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. San Francisco de Sales, doctor de la Iglesia católica, atribuye dicha frase al también doctor San Bernardo de Claraval. Estas pretensiones nos recuerdan a aquella tentación tan funesta como recidivante, aquella con la que el diablo le tentó a Jesús en el desierto, el falso camino de la gloria mundana frente al camino de la cruz. Todo esto te daré, si te arrodillas delante de mí y me adoras (Mt 4, 9-10). El memorable diálogo entre los magos Saruman y Gandalf en la película La comunidad del anillo dirigida por Peter Jackson, nos viene como anillo al dedo para comentar este misterio de iniquidad. El oscuro poder de Sauron está creciendo, asolando la Tierra Media a su paso, y el líder mago Saruman trata de convencer a su compañero Gandalf para que en vez de combatir a Sauron sean sus aliados. Saruman arguye: «Contra el poder de Mordor no hay victoria posible. Debemos unirnos a él, Gandalf. ¡Debemos unirnos a Sauron!» Ni corto ni perezoso el viejo Gandalf le contesta: «¿Cuándo, amigo, abandonó Saruman el sabio la razón por la locura?». Tolkien parece aproximarnos a profundas simas teológicas y la sentencia Corruptio optima, pessima (la corrupción de lo mejor es lo peor) atribuída a San Jerónimo sale a nuestro encuentro. Y es que como escribía S. Agustín en su obra La ciudad de Dios, Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda, en Dios, porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria a Dios, testigo de su conciencia.
Al día siguiente del milagro Jimena dando muchas gracias a Dios ha podido ver con claridad prístina cómo más de un millón y medio de jóvenes como ella se han unido al Santo Padre para celebrar la misa de cierre de la JMJ en Lisboa. Es menester que nosotros, a ejemplo de los pastorcillos de Fátima (recuerdo de aquellos pastorcillos de Belén), atendamos a la Virgen que nos lleva ante su Hijo para que, colocándole en el centro de nuestras vidas, veamos bien y le sigamos. El camino de los justos es como la luz del amanecer, que cada vez brilla más hasta que se hace de día (Pr 4,14). En la Iglesia ocurren milagros. Decía el Padre José Antonio Sayés S.J. (fallecido en 2022, Dios lo tenga en su Gloria) en una célebre emisión del programa Lágrimas en la lluvia que por muy oscuras que sean las crisis de la Iglesia «no debemos darlas por definitivas porque por encima está el Espíritu Santo abriendo una esperanza», a lo que asentía el director del programa Juan Manuel de Prada añadiendo además que «la crisis final en sentido escatológico será gloriosa», aludiendo a la Segunda Venida de Cristo. Lo definitivo es que la luz de Dios es más poderosa que todas las tinieblas y las arreciantes tormentas que pese a su ensordecedor y cegador aparataje pirotécnico relampagueen contra la Iglesia. La victoria definitiva es de Cristo. Vienen a colación las palabras que en otra JMJ, allá por 1987, dirigía el papa San Juan Pablo II a los jóvenes: «El amor vence siempre. ¡El amor vence siempre, como Cristo ha vencido! El amor vence siempre aunque, en ocasiones, ante sucesos y situaciones concretas, pueda parecernos impotente. Cristo parecía impotente en la Cruz. ¡Dios siempre puede más!».
Teófilo Hispano