Solzhenitsyn: en busca del fuego espiritual

🗓️19 de septiembre de 2022 |

Hoy he retrocedido en el tiempo trasladándome al 8 de junio de 1978; concretamente, a la Universidad de Harvard y el discurso del insigne premio Nobel de Literatura Aleksandr Solzhenitsyn, autor de «Archipiélago Gulag» (1973).

Y, como me ha venido ocurriendo en otros casos con otros ilustres literatos sobre los que he escrito, lo he hecho con el ánimo de contrastar opiniones pretéritas de autores que jugaron a profetizar y advertirnos sobre el futuro; es decir, el infame presente que se muestra ante nuestras narices.

Así, en decenas de artículos en este y otros medios, he rescatado pensamientos gestados el pasado siglo que han servido como anticipo a situaciones supuestamente inconcebibles hace años que, ahora mismo, son parte de nuestra desgraciada cotidianidad. El enfoque visionario de Chesterton, las distopías de Orwell o Huxley o los puntos de vista morales y espirituales de Belloc, Campbell, Tolkien o Eliot siempre han sido elementos indispensables en ese intento de entender lo que ocurre a un mundo y civilización occidental en plena caída libre.

El hecho de que aquellos barros hayan propiciado estos lodos no es más que la culminación de un desastre previsto por el disidente soviético quien, por su experiencia existencial –desgraciada en muchos tramos de su vida–, hablaba con el suficiente conocimiento de las desgraciadas causas acaecidas a lo largo de sus días. Evidentemente, ocho años en un campo de concentración, además de no ser plato de buen gusto, pueden servir para hacernos una idea de su percepción sobre la opresión y el totalitarismo de estado.

Por otro lado, la decisión de Solzhenitsyn junto con el valor y prestigio ganados a pulso representaban el retrato de alguien que, por derecho propio, podía reflejar el toque de atención desde el punto de vista de la continua y persistente observación de la víctima de un sistema, el de la extinta Unión Soviética. La experiencia es un grado y el estigma del gulag no es más que una rotunda evidencia de ese duro penar en vida.

En el recorrido por un discurso absolutamente recomendable, sorprenden las situaciones de clarividencia, brillantez y contundencia de un análisis no exento de puntualizaciones sobre aspectos que irremisiblemente estaban llamados a ser indignos compañeros de viaje en este decadente primer cuarto del siglo XXI.

Hablar de verdad en Harvard es hacer un guiño a su lema (Veritas) e historia, jugar una baza segura, moverse en un territorio abonado al peso y éxito de la tradición académica y universitaria. 

Así, no es de extrañar que, al principio de su exposición, estableciese verdades como puños al objeto de plasmar la equidistancia de mundos divididos por la Guerra Fría y satelizados en torno a la URSS y los EE.UU. Luego, y con el dictado de la Biblia como testigo en lo referente a la imposibilidad de pervivencia de un reino u hogar divididos, el escritor soviético también citaba la fracción, causante de la incipiente disensión que nos asola como consecuencia de la línea divisoria del mundo occidental y el resto de civilizaciones; entre ellas, los países del Tercer Mundo.

En el desarrollo de su alocución, Solzhenitsyn abordó diversos puntos que, a su entender, representaban el tortuoso camino hacia la debacle de Occidente. Por ejemplo, hizo mención a la cobardía generalizada como consecuencia de la pérdida del valor, de la valentía, de los arrestos necesarios para que una sociedad castrada tolerase el mandato y gobernabilidad de dirigentes de escaso talante y excesivo descrédito. Paradójicamente, según el escritor, el pueblo alarmantemente adolecía de la necesaria dosis de reacción ante el poder de élites promotoras del caos, la desigualdad e, incluso, el terrorismo. Como resaltaba en su discurso, «cuando la vida se teje con estambres legalistas surge una atmósfera de mediocridad moral capaz de paralizar los más nobles impulsos humanos…»

Por otra parte, también aludía a la cada vez más extensivas situaciones de depresión, ansiedad y desequilibrios mentales como resultado de un falso espejismo del estado de bienestar, presa fácil para absurdos e incomprensibles climas de competición, confrontación y exaltación del materialismo. De esta manera, los egoísmos siempre ejercerían su retorcida y torticera fuerza para aniquilar cualquier intento de éxito del bien común.

En tercer lugar, Solzhenitsyn hacía hincapié en el giro de la libertad hacia el Mal hasta el punto de que el nuevo rumbo había servido para establecer vastos límites, con interpretaciones sui géneris, en el legalismo de nuestra existencia. De hecho, concluía que si era cruel vivir bajo un régimen comunista sin la objetividad de un marco legal, no distaba mucho de esa crueldad el hecho de que cualquier sociedad estuviese única y exclusivamente regida por «designios» legales. Por todo ello, la proliferación de la inmoralidad o la decadencia hacia el fondo de un abismo moral no se alejaban de los preceptos recogidos en el integrador concepto de una libertad desnortada.

¿Y los medios de comunicación? Hace casi cinco décadas, Solzhenitsyn lanzaba una andanada contra la línea de flotación de una prensa tan superficial y manipulada que, como marionetas, permitía que sus cuerdas se movieran al ritmo y antojo de las modas y movimientos impuestos, obviando teorías, tendencias y aspectos de gran resonancia en el proceso histórico de una nación. La exclusión o el revisionismo de estos temas evidenciaban la abundante y sesgada presencia ideológica en cuestiones académicas, culturales y el control de la información.

Ante esa presión, la sociedad cae en la trampa y se inclina hacia la alternativa del socialismo con la consiguiente destrucción de la moral y el espíritu. No hay salida y opciones como las ofrecidas por la modernidad sólo refrendan la búsqueda de caminos erróneos entre múltiples vericuetos y vicisitudes de nuestras vidas.

Alcanzado el techo del desarrollo social, se produce un fenómeno que se traduce en una gran carestía, la de la voluntad del hombre, a su vez acompañado por la sobredosis de un antropocentrismo en el que el ser humano se despista existencialmente hasta el punto de olvidar su relación con Dios con la comodidad y la prosperidad como testigos presenciales.

Por este motivo, ante tal turbio escenario, Solzhenitsyn acababa su discurso con una invitación a la luz, a nuestra propia redención y encuentro con nuestras señas de identidad a través de la búsqueda del fuego espiritual que ilumine nuevas vías, perspectivas o pasos a lo largo de un futuro con una nueva visión de un ser humano alejado del «maltrato» generalizado de las circunstancias de su presente.

Como comentaba Solzhenitsyn en una entrevista a Joseph Pearce en la preparación de su impresionante biografía  «Un alma en el exilio» (2007), sin el toque del aliento de Dios, sin restricciones en la conciencia humana, tanto el capitalismo como el socialismo son repulsivos.