Escribía Gabriela Cunninghame Graham que «Teresa era el prototipo de cuanto hay de más sano y vigoroso, franco, caballeresco y noble en el carácter castellano.»
No le faltaba razón a la escritora británica amiga de Wilde, Yeats y Shaw como dejaría plasmado en su doble volumen biográfico bajo el título de Santa Teresa: Her Life and Times (1894).
Sin embargo, a su descripción le faltaba algo: paciencia. Indudablemente, esta virtud también constituyó otro gran rasgo de la personalidad de la monja, escritora, reformadora y legisladora; mujer libre, adalid del feminismo de un duro siglo XVI con ese perfil valiente, combativo y guerrero al que le trasladaron su conciencia y el gozo de ser mujer.
«Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa; Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, quien a Dios tiene nada le falta, sólo Dios basta.»
Y sí que fueron tiempos difíciles aquellos en los que Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada, Santa Teresa de Jesús, vino al mundo para, a lo largo de sus días, recorrer un camino de perfección marcado por la valentía y ejemplaridad de una mujer que se convertiría en la primera doctora de la Iglesia. Mujer, santa y doctora como reza el título de la muestra conmemorativa de Alba de Tormes por el IV Centenario de la canonización de la Santa en 1622, el I Centenario de su nombramiento como doctora honoris causa por la Universidad de Salamanca en 1922 y el recientemente inaugurado Año Jubilar Teresiano.
Y la vida de Santa Teresa, copatrona de España y patrona de los escritores españoles y del Arma de Intendencia de nuestro Ejército de Tierra, estuvo plagada de dureza e imprevistos que, como en la actualidad, requirieron ingentes dosis de fe y esperanza, además de la fortaleza que, ante tantas adversidades, hubo de mostrar para lograr sus bien intencionados propósitos. De la otra virtud, la del hecho de ser extremadamente paciente, iba sobrada como de los valores que, con su «activismo» vital, supo ejemplificar ante propios y extraños.
Ahora, con la adulterada versión 2.0 de feminismo, no exenta de odio al hombre, hallamos en la Santa un refugio de disidencia opuesto a la decadencia presente, una exhibición de la tan cacareada resiliencia ante la abundancia de victimismos, una reivindicación de la mujer de aquella Edad Media y posterior Renacimiento aparte de la admiración y veneración de su figura en otras religiones como, por ejemplo, el anglicanismo.
Sin ir más lejos, Mary Garman, esposa del poeta converso Roy Campbell, reconocía que, con catorce años y en el seno de una familia anglicana, el conocimiento de la biografía de Santa Teresa de Jesús había sido un modelo de vida a seguir, el reflejo de una trayectoria capaz de superar escollos en inenarrables vivencias que, indudablemente, quedarían referenciadas en su mente tras aquella inocente lectura de adolescencia.
Además, el hecho de convertirse en terciaria carmelita en el Convento de los Carmelitas Descalzos de Toledo durante los prolegómenos de la Guerra Civil Española, con pistoleros apuntando sus pasos al subir a Misa de ocho, misal y velo incluidos, desde la calle Airosas hasta la plaza del mismo nombre, serviría para dar muestras de un temerario valor al que, además, añadiría el bálsamo de la tan necesaria oración en aquellos convulsos primeros meses de 1936 antes del inicio de las cruentas hostilidades. Lo peor estaba por llegar.
Si haber abrazado la fe católica en Altea en junio de 1935 había supuesto un antes y un después en tantos aspectos de su cotidianidad y la de los Campbell, acercarse al Carmelo a través de esa atracción teresiana significaría la certificación de un compromiso para con el catolicismo que, por otro lado, no fue ajeno a la sorpresa de unos y otros en cualquiera de los ambientes ingleses de los que procedía. Mary Garman también tuvo ocasión de vivirlo en la Ciudad Imperial toledana jugándose el tipo al subir por la empedrada cuesta del Cristo de la Luz con una inquebrantable fe como principal aliada de sus decididos pasos.
Y como de compromisos se vive, el de Mary, aquella hippy convertida en terciaria del Carmelo, no distó mucho del de la Santa con el Señor de acuerdo al legado de sus versos:
«Vivo ya fuera de mí después que muero de amor, porque vivo en el Señor que me quiso para sí. Cuando el corazón le di, puso en él este letrero: que muero porque no muero.»
Su declaración de intenciones no se detuvo ante dimes y diretes, elucubraciones y declaraciones, críticas y alabanzas, hostigamiento y consentimiento, fuego amigo y enemigo e, incluso, las acusaciones de la Santa Inquisición en 1575 de la que salió airosa en su innovador propósito reformista con la fundación de la Orden Carmelita y la apertura de conventos como destacada misión de su flamante e innovadora empresa.
La irrupción de la mística en su persona, el arte de la escritura, la entrega de su alma, la presencia de la espiritualidad y la experiencia de diversos trances como el paroxismo o la transverberación no fueron más que llamadas divinas para acudir a Dios con confianza, firmeza y transparencia, con humilde candor y alma desnuda, a pesar de los obstáculos que, como piedras en ese camino de perfección trazado, jamás dejan de interrumpir el devenir de todas y cada una de nuestras vidas.
En los primeros escarceos con sus muestras de devoción, Santa Teresa escribió aquello de que «muchos son los llamados, poco los elegidos». Esta lapidaria frase, como la de las peores batallas que Dios reserva a sus mejores soldados, se convertiría en el santo y seña de una trayectoria vital, espiritual y literaria, inmersa en, desde muy niña, lecturas de caballería que prendieron la mecha de una combativa imaginación.
Y su constante lucha no se limitó única y exclusivamente a esos sueños de infancia o posterior adolescencia, sino también a ardientes deseos de exilios en «tierras de infieles», sofocados por la negativa paternal, para sufrir el martirio o, por el contrario, el desarrollo de la investigación teológica encaminada a obras literarias de calado que, como monja, desarrollaría entre muros conventuales.
«Esta divina prisión del amor en que yo vivo, ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero.»
La cancelación, cultural o religiosa, de nuestra ideologizada actualidad no es flor de un día. Espejos tiene en la Santa para buscar pretéritas reminiscencias. Su desafío a un mundo dominado por hombres y sus propuestas ante los sólidos cimientos de la Iglesia mostraron al mundo la fortaleza y valentía de unas intenciones que, a lo largo de los siglos, han tenido diversos reconocimientos y menciones en campos como la Literatura con ilustres hombres de Armas y Letras de la talla de Cervantes, Quevedo o Lope de Vega y, por otra parte, el Arte en obras de genios como Velázquez, Rubens o Bernini.
Siglos atrás, pues, también hubo mujeres que, sin las subvencionadas proclamas del presente, supieron exponerse en vanguardia y correr distintos peligros a los de esos cómodos y remunerados puestos que la barrera ministerial e institucional de nuestros días ofrece como modus vivendi a ávidas usuarias del dolce far niente.
Fiel a su ideario dentro del mundo carmelitano, la verdad de Santa Teresa también sería refrendada por nombramientos posteriores como el de primera mujer doctora de la Iglesia, con el reconocimiento del Vaticano como maestra de la fe. Con esa virtuosa paciencia como estandante, su insistencia en la oración, la gestión político-religiosa y la plena confianza en Dios; fe y esperanza jamás se ausentaron del ejercicio de virtudes cardinales y teologales.
De esta manera, la defensa y ejemplaridad de aquellas virtudes y valores tradicionales, en riesgo de extinción en el sometido y manipulado Viejo Continente, son espejo y escudo para resistir las embestidas de una contemporaneidad asolada por el perverso Mal que, con múltiples disfraces, ralentiza y dificulta nuestro avance.
Como a la Santa, siempre nos quedarán sólidas rejas de acero en una capilla o cualquier prisión de nuestro entorno a las que, con la justicia de nuestra reivindicación, tendremos que aferrarnos para luchar contra la tiranía, imposición y prohibición de los «demócratas» gestores del pensamiento único.