En la previa del tercer Domingo de Adviento y la alegría mesiánica por la inminente venida del Señor, no podemos obviar otras muestras del triunfo de la fe y la esperanza como las vividas por los infantes españoles de nuestros Tercios ante el Almirante Holak y su poderoso ejército en la madrugada del 8 de diciembre de 1585.
El gélido invierno, como era habitual por aquellas latitudes, venía acompañado de una intensa y constante humedad por la cercana presencia fluvial de los ríos Mosa y Waal en las inmediaciones de la Isla de Bommel, la posición española que, con bravura y orgullo, defendía el Tercio Viejo del maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla.
Durante interminables semanas, unos cinco mil infantes españoles habían padecido sed, hambre, frío, enfermedad y, presos del miedo, parecían haber sido dejados a la peor de sus fortunas en tierras de Flandes tras la reciente contienda acaecida junto al dique de Grave. La Muerte, que por allí merodeaba, buscaba víctimas al compás del oscilante movimiento de su mortalmente insaciable guadaña.
Las fuerzas de aquellos bravos soldados se habían reducido a la mínima expresión, al mismo e ínfimo nivel que marcaban temperaturas bajo cero con una climatología tan adversa que, si cabe, les hacía añorar el lejano sol hispano abandonado meses atrás para defender la fe católica más allá de los Pirineos. Y de esa defensa se trataba. Era cuestión de fe y esperanza, de mantener con vida el espíritu de la religión que, por tradición e identidad, corría por sus venas.
Días antes, la situación se había tornado insostenible ante la ausencia de agua, víveres, armas, equipo, auxilio y ropa seca. Las posibilidades de salir con vida del infierno del norte eran nulas y, en esta ocasión, contrastaban con la añorada resaca de la victoria tras la reciente toma de Amberes meses atrás. Todo éxito es efímero y las garantías de su continuidad, también.
En la medida de sus posibilidades, se resignaban e intentaban no bajar la guardia para afrontar los siguientes combates con templanza y fortaleza a pesar de las infinitas vicisitudes del momento. La puesta en práctica de las virtudes y valores de su genética les obligaba a mantenerse alerta en una posición continuamente asediada y agotada de tantas y diversas esperas. La situación, desgraciadamente, se presentaba propicia para la desazón y desesperación del más pintado.
Además, la lluvia, la humedad, el hambre, el frío, el barro, la moral baja y el desconsuelo se habían instalado en el campamento español entre los millares de compatriotas cuyas esperanzas de supervivencia decrecían con el paso de largas y tediosas horas de vigilia. No habían llegado los refuerzos prometidos por Alejandro Farnesio, gobernador de los Países Bajos, y la presencia de naves españolas brillaba por su ausencia y, muy a su pesar, por las llamas de los ataques ante la algarabía de varios miles de adversarios situados en islotes cercanos.
No había escapatoria, sólo la propuesta de una rendición honrosa para aquellos bravos Tercios. Pero el desafiante orgullo español resplandeció como un crisol a través de las confiadas palabras de Bobadilla: “Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos.“
Ante la osada respuesta de aquel capitán de los Tercios, el Almirante Holak buscó su venganza en la alianza con el medio físico y, así, se valió de las aguas del Mosa y su discurrir por un canal más alto que el terreno ocupado por la resistencia de los nuestros. El objetivo era abrir una gran brecha en el dique y hacer que sus aguas estancas anegaran la posición española.
Afortunadamente, quedaba el pequeño montículo de Empel, un último y distante halo de esperanza para los nuestros y, presumiblemente, la única tabla de salvación y resistencia de aquellos bregados soldados.
Fue entonces cuando un infante del Tercio, que paradójicamente cavaba una trinchera para el descanso eterno de su alma, halló en el barro una pequeña tablilla flamenca con una imagen policromada de la Inmaculada Concepción.
Los gritos del sorprendido soldado alertaron a sus compañeros que, colocando el cuadro sobre la bandera española, se arrodillaron ante un improvisado altar para rezar la Salve a esa Virgen cubierta de lodo. ¡Salve, Virgen Inmaculada!
Todos lo interpretaron como una señal divina pero, especialmente, Francisco Arias de Bobadilla, que no tardó en arengar a sus hombres para instarles al abordaje nocturno de las naves enemigas que rodeaban la isla: «¡Soldados! ¡El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos!”.
A última hora de esa misma tarde del 7 de diciembre, un viento frío arreció y heló las aguas de los ríos. Desde aquella ubicación tan desoladora, pasada la medianoche, los españoles avanzaron por el inesperado y bendecido camino de hielo al amparo de la oscuridad para, con la inestimable guía de la benefactora y protectora Inmaculada Concepción, cumplir su misión.
El ataque por sorpresa de los españoles les condujo a una épica victoria sobre un Holak que pronunció las siguientes palabras: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan gran milagro.“
Se había obrado el milagro y, como consecuencia, los barcos protestantes se hacían a la mar levantando el asedio a la Isla de Bommel entre profundas oraciones y atronadores gritos de aquellos bienaventurados infantes que, con su aliada mariana, habían logrado denegar la invitación cursada por la Muerte.