Escribió Chesterton en cierta ocasión que «el secreto de la vida reside en la risa y la humildad». Seguramente, no le faltaba razón al bueno de Gilbert y, ahora, con los tiempos que corren, su aserto me parece de lo más acertado ante las tremendas muestras de tristeza, desolación, malestar y el cada vez más poderoso músculo de un relativismo que, alentado por la ostentación del materialismo, no nos deja ni a sol ni a sombra. No hay más ciego que el que no quiere ver.
Así pues, ¡alegraos!; es decir, ¡hola!, una palabra de salutación en el mensaje que, desde su humorística visión, nos manda Enrique García-Máiquez a través de «Gracia de Cristo (su sonrisa en los Evangelios)». Para ello, hay que observar, ver, escudriñar y comprender. De igual forma hay que leer para entender y, desde la exclusiva atalaya del humor, dar tu opinión, tu punto de vista, como le ocurre al autor en la obra en cuestión.
Ya he citado a Chesterton, aunque García-Máiquez, algo pesaroso, se atreva a contradecir la teoría chestertoniana en lo referente a la alegría de Cristo. El hecho de ser un gran admirador de alguien –aspecto en el que coincidimos respecto al escritor británico– no implica plena devoción hacia esa persona. La discrepancia también existe y lo cortés no quita lo valiente.
Pero no por ello, García-Máiquez se vuelve loco, pierde la razón o el sentido común; eso queda para el no creyente como, de igual forma, escribía Chesterton en atrevidos diagnósticos cuando soltaba su discurso ante público o escribía para sus lectores.
En la obra que reseño, además de cumplir con mi compromiso con el autor, he de destacar –y rescatar– el poder del humor –negro, el humor, incluido–, del uso de la ironía, del manejo de la paradoja, aunque acabemos hallando fariseos desconcertados o atónitos curanderos con su profesionalidad por los suelos y sin ganas de seguir con la discusión, ¿o no, Enrique? «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», como reza Mt. 22, 21.
Y ocurre en muchos de los pasajes de «Gracia de Cristo» que lo ridículo se torna sublime; lo ordinario, extraordinario; lo increíble, creíble; lo imperceptible, perceptible para el que posee esa chispa, ese gracejo, esa gracia divina que, como lo que muchas veces tenemos ante nuestros ojos, somos incapaces de ver, sentir o comprender por la opacidad de nuestra propia viga, la inconsciente torpeza o la ceguera provocada por males del rabioso presente como la inmediatez, la rutina, el estrés, la incomprensión, el cansancio, etc.
En fin, demasiado tenemos para soportar nuestros día a día y no siempre estamos ágiles, en condiciones ideales para pillarlas al vuelo. Además, lo peor, no parecen estar los tiempos como para echarse unas risas, aunque sea en y con la presencia de Cristo. ¡Qué mejor testigo! Por eso, el valor del libro se multiplica y hemos de considerarlo como un milagro a propósito de las típicas alusiones multiplicativas de la Biblia.
Tal vez, hemos de romper el hielo y, con el estilete hilarante y punzante del autor, usar la palabra de Dios para generar esas sonrisas de las que el mundo anda huérfano. García-Máiquez nos da pistas para, a través de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan leer sus Evangelios en clave de humor y con intacta disposición para combatir nuestros males con el puntual y jocoso análisis de algunos pasajes bíblicos.
Son muchos los detractores, demasiadas las trampas que la vida nos tiende y no somos ajenos a todo ello, aunque a veces no logremos comprender ese nivel de exposición al que estamos sometidos desde que amanece o leemos la primera página de un libro hasta el ocaso o el final del mismo. Lo digo por el título. Aviso a navegantes.
La obra de García-Máiquez no profundiza en dogmas, doctrinas o ciencias teológicas, aunque una mala interpretación inicial al ver su título pueda dar rienda suelta a la equivocación y, luego, ya se sabe: reclamaciones al maestro armero.
De hecho, García-Máiquez, «embriagado por la sangre de Cristo», lo advierte en la introducción. Hay que saber medir, proceder y saber estar en función de las circunstancias. Todo exceso es defecto y, por ello, el autor habla de tres peligros: nada, mucho y mucho más; es decir, de la ingenuidad, de sobrepasar límites y de descubrir una posible indignidad o menosprecio en su particular tratamiento de la figura de Cristo en los pasajes bíblicos elegidos. Nada de eso, doy fe. Puedes aceptar el reto y los riesgos.
Todo, incluso el puntito justo cuando toca, corre de parte del autor al igual que la barra libre de sonrisas que su interpretación nos ofrece como aquella consideración de C. S. Lewis sobre «el reconfortante humor, gracia de la vida».