De Chesterton y nuestros demonios

🗓️14 de marzo de 2022 |

¡Qué difícil es luchar contra nuestros demonios! Son tantos, tan poderosos y tentadores, tan imprevisibles en sus apariciones. Pero siempre están ahí, buscando nuestras debilidades en el sinuoso devenir de las situaciones que todos y cada uno de nuestros días nos deparan.

Sin embargo, la lucha sigue y no podemos bajar la guardia en tiempos tan difíciles como los que reciente y desgraciadamente hemos vivido y, peor aún, los que están por llegar. La adversidad ha de provocar el crecimiento de nuestras fortalezas, el ingenio de nuestras acciones, el ejercicio de nuestra valentía, el renacer de nuestra fe y esperanza. Una cosa lleva a la otra en defensa de la existencia y pervivencia del ser humano.

Y de todo se sale con entrega, esfuerzo, disposición y disponibilidad, con virtudes y valores, aunque no sean herramientas al uso de la sociedad que nos acoge ni de los medios que filtran sus píldoras informativas con el característico sesgo ideológico de su ADN. Ahí, en vender humo y falsear la realidad, son maestros, unos expertos, como cuando les toca postrarse ante la voz del amo y obedecer su mandato antes de, infamemente, hacer acopio de ignominiosos caudales por los favores prestados.

Resulta indudable que toda contienda te ofrece una amplia gama de demonios, esos dragones con los que batirse en pos de una victoria que dé sentido a nuestra existencia y eleve la moral de nuestro espíritu.

Por ejemplo, fijémonos en Gilbert Keith Chesterton y su lucha contra un Mal que, con diversos atuendos, apareció a lo largo de una vida que hoy recordamos y alabamos por su sabiduría, ingenio, humildad, santidad o sentido común, además de por su tardía y sopesada  conversión al catolicismo. Su capacidad para ir a la confrontación con el lado oscuro es, tal vez, uno de los más válidos referentes a la hora de permitirnos alcanzar el éxito en cualquiera de nuestros propósitos por difíciles que a priori puedan parecer.

A principios de la década de 1890, el Chesterton adolescente coqueteaba con el agnosticismo coincidiendo con sus estudios en el Slade School of Art de Londres tras una serie de guiños al paganismo que había ocupado parte de sus juegos e inquietudes pueriles. Ese oscuro período en la vida del escritor fue efímero y, como es característico en la juventud, representó un acto cutre de rebeldía antes de dar el paso hacia el anglicanismo que, si cabe, sería más firme tras la relación y posterior matrimonio con Frances Blogg, anglicana de cuna y practicante habitual. 

De todo ello, Chesterton dejaría constancia en «Ortodoxia» en 1908 a través de una serie de confesiones autobiográficas que, ciertamente, vislumbraban un giro radicalmente opuesto en sus posicionamientos del pasado al mismo tiempo que muchas de sus sombras pretéritas se veían iluminadas por el acercamiento a la fe católica. Ahí y entonces empezó todo.

Y en ese deambular por sus laberintos espirituales, conviviendo con una esposa anglicana que nunca se opuso a cualquier viraje de su marido hacia el catolicismo, el escritor iba a toparse con un contratiempo inesperado: la muerte de su hermano Cecil en Francia durante la Gran Guerra.

Como tantos jóvenes británicos de aquella generación perdida como consecuencia de la pésima gestión de sus gobernantes —Churchill entre ellos—, la sinrazón y el amargo sabor de la muerte llamaron a la puerta de un Chesterton que, furioso y encolerizado, se iba a convertir en alguien irreconocible tras la pérdida fraternal y, por convencimiento y solidaridad social, las tumbas inglesas cavadas en el frente francés.

Su hermano Cecil ya había abrazado la fe católica por impulso y mediación del matrimonio Belloc años antes de acudir a la llamada del fuego en las trincheras continentales. Por otra parte, muchos jóvenes universitarios ingleses también habían cambiado las aulas por un fusil o el bullicio de los pasillos de los colleges por las desventuras de aquella lejana tierra de nadie.

Cecil no sólo dejó su periódico, sino a su esposa Ada Elizabeth Jones y, recién casado —como también haría el gran Tolkien—, emprendió rumbo a Francia para batirse el cobre contra el ejército alemán. En su caso, una inesperada pulmonía pondría fin a una vida con un resultado final ciertamente desdichado.

Y en ese profundo abismo de pesimismo, Chesterton supo y pudo encontrar una tabla de salvación cuando se atrevió a dar su definitivo paso al frente hacia la Iglesia de Roma. Previamente, en 1914, tras una enfermedad y posterior estado comatoso, afirmó haber tenido algún encuentro místico que bien pudiera haber resultado decisivo a la hora de certificar lo que tanto se hacía esperar a través de contactos ya consolidados en su ámbito más cercano. Desde escritores como Hilaire Belloc hasta Maurice Baring pasando por el padre O’Connor, todos aportarían su granito de arena en el destino final de su objetivo.

Por otra parte, el recogimiento de su viaje con Frances a Tierra Santa en 1920 y su retorno a Europa con escala en la ciudad italiana de Brindisi, sin duda, le ayudarían a encontrar las piezas de un puzle cuya piedra angular había sufrido imprevistos en el trayecto desde el amanecer de su ortodoxia cristiana hasta su definitiva conversión en 1922.

La búsqueda de la anhelada verdad, de lo que Chesterton consideraba una religión plena, arraigada, alegre, optimista y transigente en lo relativo a la gestión del perdón de los pecados, llegaba a su culminación tras la ardua empresa de exorcizar y derrotar a sus múltiples demonios

Finalmente; las pesadillas, las mentiras, el sufrimiento, la incertidumbre o el dolor de tantos años sucumbían en un destino  existencial y espiritual después de haber alcanzado el compromiso con una nueva fe a través de atajos y señales proporcionadas por la poderosa y convincente luz de la razón.