Alcanzado el cuarto Domingo de Adviento y a la espera de la inminente llegada del Señor, la corona ya está rodeada de luz, la de la fuerza de la fe, la esperanza y la caridad que, victoriosos en la prueba de estas últimas cuatro semanas, representan la Virgen y San José.
Escribía Gilbert Keith Chesterton que «la Navidad se construye sobre una hermosa paradoja llena de intencionalidad: que el nacimiento de alguien sin casa para nacer se celebre en todos y cada uno de los hogares.» Razón no le faltaba al célebre escritor británico.
Y sobre paradojas, razones e intenciones, Chesterton no tuvo rival en su tiempo como, por otro lado, su sutil pluma a la hora de hacer el retrato social de una época, la del primer tercio del siglo XX, a la que podemos recurrir para verificar el sentido y anticipación de su reveladora y visionaria obra.
Y es el sentido tradicional y religioso de la Navidad, la razón de venir al mundo en Nochebuena, lo que debería abrir esos ojos actuales cegados por la sobredosis de diversas y variadas lacras que nos impiden contemplar la realidad de nuestro entorno.
Desde aquellas pretéritas virtudes y, desgraciadamente ahora, extintos valores en un sumiso y estigmatizado Occidente hasta el insistente ejercicio de vanos postulados repletos de superficialidad y materialismo, padecemos síntomas de ruptura, de tendencias encaminadas al desapego, a decisiones irracionales, al desafecto hacia sentimientos como el de la pureza del espíritu navideño, el de sus oceánicas muestras de paz y amor que proporcionan la luz de una vida, la del recién nacido. Hoy, entre tantas tinieblas del presente, ¿qué más se puede pedir?
Paradójicamente, ya que citábamos a Chesterton, sufrimos un proceso de involución en conceptos como el que nos atañe, la Navidad. Es decir, el paso del tiempo, de decenas de siglos, no nos ha servido para, como individuos, transformarnos en algo objetivamente mejor. Hemos de reconocer que, simple y llanamente, somos mejorables si las circunstancias nos lo permiten y, con los tiempos que corren, la misión no parece fácil.
No hace falta poseer una gran inteligencia o capacidad de percepción para darse cuenta de que el valor intrínseco de ese nacimiento y aquella Nochebuena no se corresponden con las ataduras, limitaciones, provocaciones e imposiciones a las que se nos ha conducido de un tiempo a esta parte. Todo forma parte de planes, hojas de ruta, agendas ad hoc sibilinamente escritas con renglones torcidos para hacer borrón y cuenta nueva en el guion de cuestiones relacionadas con la tradición, la identidad y, de paso, la familia.
La diacronía de los acontecimientos nos traslada año tras año a una contradictoria sincronización de hechos que, repetidos, no hacen más que sonrojarnos por fenómenos que van desde la exclusión hasta el abandono sin obviar las tan abundantes muestras de carestía, de cualquier tipo y condición, de un mundo enfermo, de una sociedad en permanente estado de shock y sin ánimo alguno de respuesta. Las cada vez más acogedoras zonas de confort impiden la opción de réplica de todos y cada uno de los individuos que conforman nuestra errante humanidad.
Así, el espíritu de la Navidad pierde su magia, el encanto original, la espiritualidad del momento cuando las colas del hambre se nutren de más adeptos en las puertas de los comedores sociales, cuando los estantes se vacían sin reposición en los bancos de alimentos, cuando nuestros mayores añoran pretéritas visitas en su residencia, cuando nuestras tropas parten en nuevas rotaciones hacia Irak o el Líbano, cuando la exclusión social se hace fuerte en zonas y ambientes desfavorecidos o cuando las relaciones interpersonales se han visto abocadas a perder intensidad y afectividad. ¿Reflejan, pues, estas u otras situaciones similares el sentido navideño?
Todo es consecuencia del Mal que nos ha invadido, el que nos asola, ese que, incluso, llega a plantearnos dudas sobre la existencia de un Bien que, agazapado y temeroso, carece de la confianza necesaria para proponer una consoladora tregua en ámbitos en los que reinan la desazón, la desesperanza y el desamparo.
A pesar de los ingredientes y herramientas con los que supuestamente contamos a diferencia de tiempos pasados, vivir y sentir la Navidad con profundidad es indudablemente más complicado. Los compromisos actuales tienden a no aceptar los lazos de amor fuertemente anudados, cualquier muestra de afecto se mira bajo la sombra de la sospecha y las relaciones duraderas, como el sentido de aquel alumbramiento de hace más de dos mil años, son presa fácil para la fragilidad, evanescencia e inmediatez de nuestro tiempo.