Todo parecía haber salido a la perfección aquel 30 de julio de 1922, tal día como hoy, también domingo, de hace 101 años. Hablo de la conversión al catolicismo del gran Gilbert Keith Chesterton cuya «gesta» por todo lo que había conllevado sería refrendada cuatro años más tarde por la más rocambolesca de las paradojas: el abrazo a la fe católica de Frances Blogg, su mujer.
Aquella especie de «juego» –por todo lo que se dilató en el tiempo– de un constante «quiero y no puedo» o un continuo «sí, pero no» iba a tener otra partida más: ¿cuánto tiempo tardaría la prensa londinense en averiguar lo acontencido en aquella humilde capilla improvisada en un anexo del Railway Hotel de Beaconsfield?
Para el «día de autos», los padres O’Connor –inspirador del personaje ficticio del padre Brown– y Rice, grandes amigos y asesores espirituales del protagonista, habían jurado y perjurado que no dirían nada de aquella ceremonia de conversión y, simplemente, aguardarían hasta que la «buena nueva» llegase desde Beaconsfield a las portadas de algún medio de la capital.
A nivel general y de prensa, transcurrirían tres semanas hasta ver algo publicado al respecto con la presencia de dudas, asombro o decepción de unos y otros. Evidentemente, de todo hay en la viña del Señor.
En primer lugar, gran parte de los lectores de Chesterton pensaban que ya era católico por el posicionamiento y formas en defensa de la Iglesia de Roma cuando salía a la luz algún tema que suscitase controversia en su enfrentamiento con la Iglesia de Inglaterra o hubiese que postularse desde una perspectiva próxima al ideario de Roma. Además, sus obras sobre el padre Brown o la publicación de «Ortodoxia» en 1908 le habían catalogado en un marco cuyo fondo y contenido retrataban a un escritor católico.
Sin embargo, hubo reacciones, digámoslo así, opuestas o de incredulidad. Hilaire Belloc, gran amigo y acérrimo activista en pos de la fe católica, no se lo esperaba a pesar de haber sido uña y carne en encendidos debates en los que funcionaban como binomio contra el anglicanismo. Solía decir –y no era el único– que la voluntad (will) de Chesterton era menos intensa que su espíritu (mood) por lo que jamás habría apostado por ese paso definitivo después de tantos años de amistad.
Por otra parte, el vicario anglicano de Beaconsfield, gran conocedor de la vida y andanzas del matrimonio Chesterton, correría un tupido velo sobre el asunto con un lacónico mensaje: «Chesterton jamás fue un buen anglicano». Tal vez, Frances no compartiría esa opinión.
Sin embargo, personalmente, el caso que más me llama la atención es el de George Bernard Shaw, rival en debates de corte religioso, económico y socio-político, y gran «recibidor» de los golpes dialécticos de la dupla Chesterbelloc, como así había bautizado al dúo de amigos tras continuos y encarnizados cruces de palabras.
«¡Gilbert! ¡Has ido demasiado lejos!» fue la escueta respuesta de Shaw a la carta recibida del nuevo converso. No habían pasado ni veinticuatro horas de su conversión –ni siquiera se había unido al juramento de los testigos de la curia– cuando Chesterton tomaría la decisión de mandar las primeras misivas con las novedades a su madre, a Maurice Baring, al padre Knox y, sorprendentemente, al adversario de turno, George Bernard Shaw.
Si ejemplos de la prensa anglicana como The Church Times también mostraron incredulidad en sus líneas por el mero hecho de haber estado tantos años en comunión con la Iglesia de Inglaterra a pesar de esas pistas o huellas católicas en pensamiento y procedimiento, el periódico The Tablet titulaba en mayúsculas «LA VUELTA A CASA DE MR. CHESTERTON» y, en cierto modo, establecía alguna que otra comparación mediática con la del cardenal John Henry Newman, ahora santo, casi un siglo antes, en 1845.
Llama la atención el hecho de que la prensa católica y sus lectores –ya convencidos del definitivo paso dado por el escritor– ensalzaran esa llegada con el desafío que Chesterton representaba ante el mismísimo Diablo debido no sólo a su carácter, sino a la capacidad de respuesta en tantos y tan diversos campos en los que el Mal pretendía dejar su pérfida impronta. Las tretas léxicas del autor podrían ser la mejor baza para contrarrestar malignas intenciones del enemigo de Roma.
Y también hubo opositores que dudaban de esa decisión. Un tal Bertram Hyde le acusó de dejarse «embaucar» por la ritualidad y los excesos estéticos de las catedrales góticas cuyas agujas rozaban los cielos, aunque Chesterton se defendiese con la humildad de su acción y la racionalidad en una decisión puesta en práctica en un cobertizo con chapas de hojalata. Paradójicamente, Hyde también se convertiría en 1925, tres años después.
Y como el susodicho, muchos otros tomaron ese mismo camino en el mundo anglosajón. Fue consecuencia del efecto dominó propiciado por el mero hecho de que lo había hecho Chesterton o porque había conocido a alguien que había leído al escritor y también había emprendido el camino de la conversión. O, como el caso de Joseph Pearce, uno de sus biógrafos, porque en momentos de necesidad –en la cárcel, por ejemplo–, la soledad es capaz de exhibir otra atalaya desde la que almas descarriadas logran ver y explorar caminos no pisados a través de la reflexión y obras como las de Chesterton.
Todo es posible; incluso, lo no vaticinado o esperado. Sin ir más lejos, Frances Blogg, sujeta al profundo arraigo familiar al anglicanismo en su vida y entorno o al firme convencimiento de que, como repetía, había tres cosas en la vida que jamás haría: cortarse el pelo, contratar a una secretaria eficiente y convertirse al catolicismo.
El Día de Todos los Santos de 1926, en un ejemplar ejercicio práctico de las paradojas que acompañaron a Chesterton a lo largo de su existencia, seguiría sus pasos y, con su característica discreción, daría el paso definitivo hacia la Iglesia de Roma.