Seguramente, uno de los grandes y mayores secretos de la felicidad en la vida radica en la amistad. Granjearse y, sobre todo, mantener amigos es una de las más interesantes prácticas que podemos llevar a cabo porque, sin duda, facilitan nuestra existencia y hacen que esos encuentros y conversaciones enriquezcan momentos que jamás olvidaremos. Indudablemente, qué importante es contar con amigos de confianza en esas difíciles situaciones que, continuamente, la vida nos suele deparar.
Desgraciadamente, la volatilidad de nuestro tiempo nos lleva a la desconfianza con sistemas que supuestamente nos protegen, instituciones que nos gobiernan, organizaciones que rigen nuestros designios o muchas de esas personas que, cargadas de toxicidad, pululan por nuestro entorno empeñadas en propagar la discordia y, por cuestiones varias, convertir nuestro mundo en un laberinto de difícil salida como consecuencia de su caos, necedad o ansia de poder. Sus intereses son prioritarios, como el asentamiento en esa zona de confort reservada al mediocre, al que la lógica o el sentido común parecen serle ajenos cuando se trata de no traicionar su ego y preservar sus dudosas causas.
Y hablando de amigos, a veces he recordado en este mismo medio a todos aquellos que acompañaron a Gilbert Keith Chesterton en el dilatado camino hacia su conversión al catolicismo hace algo más de un siglo. Entre ellos, a pesar de las enormes diferencias de carácter, cité y escribí sobre Hilaire Belloc en alguno de mis artículos. Su activismo católico, el del apodado «viejo trueno», siempre supuso por su especial contundencia ese toque de desequilibrio y admiración en los caóticos y conservadores pensamientos del gran Chesterton.
Por otro lado, también hubo personajes del entorno religioso como los padres Knox, McNabb, O’Connor, Rice o Walker que le irían dando luz hacia la Iglesia de Roma. Sin embargo, es obligado referirnos a Maurice Baring, el dark horse, el tapado de un trío literario que iba a ser uña y carne, flesh & blood, indomables e inasequibles al desaliento como «Los Tres Mosqueteros» acudiendo al llamamiento de «todos para uno, uno para todos» en el caso que nos ocupa: la amistad y la conversión.
A principios del pasado siglo XX, sus encuentros y experiencias proporcionarían razones para hallar puntos en común relativos a su filosofía y, según se fueron desarrollando los acontecimientos, su inquebrantable fe católica se encargaría de hacer el resto como el pintor Sir James Gunn culminaría en el retrato The Conversation Piece, reflejo de uno de esos momentos distendidos de los tres amigos de marras.
De ellos, Maurice Baring evidentemente era el menos conocido del grupo y el hecho de estar a la sombra de dos gigantes del calibre del dúo Chesterbelloc –así etiquetados por G. B. Shaw– pudo haber disminuido su visibilidad como escritor a pesar de sus grandes capacidades para la literatura y la gran facilidad para los idiomas. Así, ese ostracismo, reforzado por su innata humildad, iba a injustamente traducirse en una tremenda ausencia de reconocimiento a las habilidades de sus obras. De hecho, sorprende que su influencia fuese mayor en Francia a propósito del apoyo de François Mauriac, Nobel de Literatura en 1952. Como se suele decir, «nadie es profeta en su tierra».
Si Hilaire siempre fue como un hermano para Gilbert Keith, para Maurice fue como un primo hermano, su mentor religioso y refererente para una conversión al catolicismo que se iba a producir el 1 de febrero de 1909, trece años antes que la de Chesterton. Oxford había sido el lugar de encuentro de Baring con su admirado Belloc, católico de cuna que, a pesar de la hostilidad anglicana, actuaba con firmeza y convicción en los enfrentamientos dialécticos con adversarios de todo tipo.
Por otro lado, Maurice Baring había conocido a Reggie Balfour que, a su vez, iba a convertirse en un ejemplo anterior a seguir camino de la Iglesia de Roma. Entonces, el siglo XIX aún no había expirado y ser católico, un papist, en Inglaterra era un ejercicio de riesgo. Convencido por esa amistad en pos de la inminente conversión, a propósito del título de este artículo, y la invitación a acudir a Misa del segundo, el pensamiento de Baring sufriría una serie de dudas ante la ritualidad, el comportamiento de los parroquianos y, por supuesto, las asiduas conversaciones con Belloc, el gestor en la sombra de ese definitivo tránsito espiritual.
Así pues, la realidad que se abría ante sus ojos iba a ser la chispa que avivara el fuego de la fe de una reservada y melancólica vida para acabar dando un giro radical ante el asombro de unos y otros como años después, el 30 de julio de 1922, le ocurriría al propio Chesterton. Baring reconocería haber sentido la experiencia de que algo importante habia ocurrido en su descafeinada vida con la plena seguridad de no tener que lamentarlo como su poemario Vita Nuova pudo dar fe de que su madurez espiritual había logrado consolidarse tras el período de «convulsión» derivado de una sopesada conversión no exenta de testigos de excepción, de esos amigos que, incluso cuando vienen mal dadas, están a tu lado para brindarte su mano, darte un consejo o hacer lo que sea por ti a pesar de los inconvenientes o daños colaterales.
Belloc escribiría que «la conversión de Baring había sido algo excepcional y que los conversos estaban acudiendo como un ejército desde todas las direcciones, con la particular diversidad de cada hombre que aportaba una fuerza distinta como la de Maurice [Baring] con una asombrosa precisión mental derivada de su gran virtud de la verdad». Belloc, sin duda, era un tipo de armas tomar, de esos «sin complejos» que tanto echamos de menos en la actualidad cuando hay que defender lo, para el contrario, indefendible. Si estamos dando cobertura en esa defensa, seguro que estaremos en el lado correcto, el que no le gusta a los fans del pensamiento único y la superioridad moral de sus burdas ideas.
Además, Baring también era un individuo culturalmente profundo, un privilegiado por sus conocimientos debido a sus continuos viajes por Europa y el amplio dominio de lenguas clásicas como el Latín y el Griego o clásicos como Dante, Virgilio u Homero. Su labor periodística y diplomática en el Viejo Continente le habían proporcionado habilidades para hablar danés, francés, italiano, alemán y ruso con sólo 40 años cumplidos, convirtiéndole en paradigma del «hombre europeo» como también proclamaría un incombustible Belloc en An Open Letter on the Decay of Faith («Carta abierta sobre la decadencia de la Fe») en 1906:
«Deseo recordarte que somos Europa, un gran pueblo. La fe no es un accidente para nosotros; tampoco una imposición o un vestido; sino hueso de nuestros huesos, carne de nuestra carne, una filosofía construida por nosotros mismos y que nos construye. La hemos adornado, explicado, extendido; la hemos visibilizado. Este es el servicio que los europeos hemos hecho a Dios. A cambio, Él nos ha hecho cristianos.»
Belloc no supo ocultar su pasión y devoción literarias por Baring; Chesterton, tampoco. Éstos intercambiarían continuas misivas a propósito de las eternas dudas para la conversión del último que, humildemente, se rendiría ante la sutileza de sus obras en una desafiante proclama por el injusta pasotismo –casi negligencia– de las Letras Británicas, ciegas al no reconocer el potencial de un escritor caracterizado por la luz de su fe y su cultura en una época desnuda de, como desgraciadamente ocurre en este amargo presente, tantos valores y virtudes que, antes, sirvieron para adquirir responsabilidades, establecer compromisos, ampliar conocimientos y, recordando a Boccaccio, forjar lazos de amistad más estrechos que los de la sangre y la familia.