Gilbert Keith Chesterton fue campeón de muchas disciplinas. En el mundo de las Letras, destacó como ensayista, novelista, filósofo, periodista o, testigo de lo que se cocía en su entorno, comentarista de un relato social al que no le faltaron los grandes apuntes del maestro de la paradoja no sólo en sus escritos, sino también en su propia vida.
El bueno de Chesterton definió la paradoja como «esa verdad que permanece en su cabeza para captar la atención». Y no le faltaba razón porque la preponderante atalaya de la que habla es la que nos puede permitir ver y apreciar las cosas con mayor claridad, de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Si a todo ello le unimos su lógica, su clarividencia y su sentido común, no es de extrañar que, ahora más que nunca, el mundo se acuerde del añorado Chesterton en momentos en los que esos tres «tesoros» parecen haber tomado rumbos equivocados sin la posibilidad de dar un volantazo que permita a la humanidad seguir el camino correcto. Andamos tan descarriados que, por desgracia, no existe brújula que guíe nuestros pasos a través de la lucidez, ahora en el exilio, que ha dejado de acompañarnos en los parajes que diariamente pisamos.
Sin embargo, me voy a detener en la importancia de la paradoja chestertoniana en estos días de Semana Santa y en la conversión del escritor cuando, precisamente, se cumplen cien años de su deseado y sopesado momento, el de abrazar la fe católica. Además, puede que les descubra una faceta más de nuestro protagonista: la poética.
No hace muchos meses escribí «Chesterton: Ortodoxia, fe y verdad» en este mismo medio. Reconozco que el artículo era profundo, enrevesado, difícil de digerir e interpretar. Hoy, recordando la importancia de esa obra –un antes y un después en la vida de Chesterton–, la paradoja, además del tema de un capítulo de su libro, era ejemplificada como el núcleo del cristianismo.
Decía Chesterton que el cristianismo era una gran paradoja en sí mismo con una serie de acontecimientos cósmicos como la Encarnación, la Pasión o la Resurrección y la presencia de las virtudes teologales que se circunscriben a nuestra religión: amor, caridad, perdón o el valor en lo referente al enorme deseo de vivir con la disposición y aceptación de la muerte al final de nuestro tránsito por esta vida terrenal.
Y en todas las reflexiones del autor, la palabra de Dios tampoco podía quedarse excluida de ejemplos en los que, desde una interpretación que podría rozar lo absurdo, podemos concluir con el recorrido que vivimos en cualquier Semana Santa de Pasión. Desde la entrada de Jesús en Jerusalén procedente del Monte de los Olivos hasta el Domingo de Pascua, a través de la fe y la esperanza, vivimos episodios tan excepcionales como los de Su muerte o posterior resurrección y, así, lo recuerda san Lucas en 9:22:
«El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará. ¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero si se pierde o se arruina a sí mismo?».
Chesterton era una paradoja andante, una cabeza siempre pensante en continua y constante ebullición, capaz de usar la figura de un burro en un poema como paradigma de su humilde conversión o de, incluso, olvidar la dirección de su propia casa.
Así era el escritor en estado puro, en el bando de unos ángeles que velaron por un personaje casi infantil en un ingente cuerpo de adulto hasta que, a punto de cumplir cincuenta años, diese el paso definitivo hacia la Iglesia de Roma como ratificaba en ese último verso de The Convert, otra muestra más de su poética declaración de intenciones: «Pues mi nombre es Lázaro y vivo».
Y es en esta firme sentencia, culminado el proceso en el que declara la tranquila alteración de su renacimiento espiritual con la figura de un resurrecto Lázaro, cuando se nos invita a considerar momentos, posponer decisiones y dar pasos definitivos en los que no hemos de perder la cabeza a la espera de que el resultado final alcance pleno sentido después de haber demostrado una superlativa madurez para afrontar las futuras vicisitudes de un nuevo camino.