La Tradición se encuentra en un plano distinto a todas las especulaciones del dualismo contemporáneo derecha-izquierda y por tanto fuera de cualquier rama del conservadurismo enzarzada en ese atolladero. Tiene un carácter universal y permanente. La Tradición se hace cargo de algo más que de hacer del hombre un ser recto, en medio y conforme a las leyes y saberes temporales de cada pueblo trasmutado en Estado. Es (por así decirlo) en su versión más elevada el camino recto trazado para el hombre en cada rincón del mundo por parte de los pueblos fieles a Dios. Esto significa que la Tradición es antes que nada ordenanza divina, y acto seguido, trabajo específico de los hombres en comunidad, actuantes bajo la tutela de lo sacro y las enseñanzas depositadas por los antepasados en los diversos órdenes.
Muestra la Biblia que las naciones se constituyen y se consolidan en torno a la Tradición Divina. En la Tradición se armonizan la revelación natural y la sobrenatural; lo que la propia naturaleza de las cosas desvela al ser humano se une a la razón última de las cosas o destino último del hombre. España es un paradigma de la presentación metapolítica anterior. Desde sus inicios, la tradición española bebe los vientos que sopló el Padre Nuestro: hacer la voluntad de Dios “así en la tierra como en el cielo “. La piedra angular era el reinado social de Cristo. Con todos los problemas coyunturales que se puedan objetar; la política, la ética, y la juridicidad eran conformes a las enseñanzas de Nuestro Señor y de Su Iglesia. Algunos objetarán que semejante cosmos no es apto para incrédulos, pero no se puede crear una nación ad hoc para incrédulos, urdiendo con ello un ente homogeneizador, totalitario y deformador de la politicidad. El Estado en ese sentido fue una creación antidivina hecha para meter en cintura para siempre a descreídos y en general a todo elemento subversivo. Un monstruo institucional, que por su carácter revolucionario, es capaz de devorar a cualquiera que lo trate de domeñar. Porque lo propio del quehacer político, no consiste en crear un artefacto universal (Estado-nación lo llaman) para que puedan convivir o más bien malvivir juntos los creyentes, los descreídos, y toda clase de sujetos disímiles. Una nación no es algo que se pueda crear ex profeso, ni diseñar artificialmente ad hoc; por más que haya incrédulos y descreídos que contiendan con los creyentes. Ese núcleo pretendido, falsamente político, es solo un racionalismo de apaño. Una nación en el más amplio sentido unitivo o conjuntivo de la política, brota de la tradición que la funda.
Dios deja hacer, aunque no al estilo del laissez faire liberal sino al del libre albedrío y conforme al principio de subsidiariedad. Deja la política en manos del hombre más no abandonado a su suerte. Le da libertad para llevarla a cabo con todas las particularidades de cada pueblo, pero la libertad no implica autonomía para desobedecer Sus leyes, ni para la emancipación de todo orden divino, porque el bien común ha de estar siempre dirigido al sumo bien. El español tradicional se acoge al mandato divino como ley última en todos los asuntos. En su ideario no hay espacio para la secularización. El reinado social de Cristo es la cimentación sobre la que se despliegan las instituciones, usos y costumbres que dieron contenido político al ser español; y que no fue otra cosa que la manera social de los españoles de servir a Dios y a la Iglesia de Cristo; la forma y regímenes que hicieron de España desde su unidad de origen, una unidad de orden y una unidad de acción, formadas a su vez por una multiplicidad de pueblos con usos y costumbres propios. España en su génesis y desarrollo posterior es una nación con conciencia aristotélica, esto es: por un lado se manifiesta y goza conforme a la sustancia que le es propia y que dio origen a su ser (catolicismo, monarquía y regionalismo), y por otro lado se dirige hacia el bien perfecto y definitivo, el bien supremo, el destino último del hombre y su felicidad al lado de Dios. En España ese camino se fraguó con la soberanía de Cristo, la autoridad de la Iglesia Católica, el poder legítimo del rey, y la libertad de los pueblos (de las Españas) en orden a sus fueros. No obstante los defectos y flaquezas que debilitan a toda comunidad, esa fue la unidad orgánica de la nación española. Sin unidad orgánica no hay nación, y si a consecuencia de la desmembración de la unidad orgánica, el ethos se aleja del logos nacional (en este caso un logos católico, monárquico, y foral) se corre el riesgo de disociar la unidad de orden y la de acción, tal como le ha venido ocurriendo cada vez más a la nación española. Casi huelga decir que las semejanzas de lo descrito anteriormente sobre la Tradicicón con la España de hogaño apenas son ya perceptibles; los fueros han degenerado en particularismos revolucionarios, secesionistas, e intrigantes, la legitimidad del rey se reduce al contractualismo constituyente (al contrato constitucional) y su poder es inexistente al haber sido apartado de la gobernanza, la Iglesia Católica ha desistido de la autoridad civil y la soberanía de Dios ha desaparecido de la faz de las Españas. El conjunto de artefactos administrativos que se hacen llamar Estado acaparan la otrora soberanía de Dios, la autoridad de la Iglesia, el poder del rey y la primacía foral. Coordenadas todas ellas inaceptables para el tradicionalista, y en mayor o menor medida asumidas por todas las corrientes políticas contemporáneas, ya sean progresistas o conservadoras, ya se denominen de izquierda o de derecha.
El tradicionalista no puede aceptar de modo alguno nada contrario a los elementos fundantes de la nación orgánica española; nada contrario a la voluntad del Dios cristiano, ni tampoco un rey legitimado por un contrato y sin ningún poder para gobernar, ni tampoco una Iglesia sin autoridad, ni tampoco unos fueros desnaturalizados y contranacionales. Menos aún un Estado totalitario con plenos poderes políticos, jurídicos y confesionales. Cuando Víctor Pradera en su obra El Estado Nuevo, afirma que sin tradición no hay nación, implícita que toda unidad política de origen (donde en realidad se forja la tradición y el ser nacional) ha de estar en armonía con la unidad de orden y la unidad de acción, más aún es la unidad de origen con su primacía la que da armonía a la unidad de orden y a la unidad de acción. De lo contrario se impone la discordia que, como antesala del caos, despedaza las comunidades humanas. La ruptura de la unidad de orden con la unidad de origen quebranta la unidad de acción, conseguida únicamente con fórmulas totalitarias. En esa encrucijada irrumpen las antagonías entre los unos y los otros: entre esnobistas y refractarios, entre actualistas y pretéritos, entre conservadores y progresistas, entre izquierdas y derechas. Falsos dilemas entre las dos partes de un mismo problema: la ruptura con la políticidad clásica que provoca un conflicto permanente en el corazón de la nación donde antes solo acaecían los conflictos antropológicos habituales en cualquier comunidad humana, es decir, las disputas particulares intestinas a todo grupo.
Qué equivocados andan quienes piensan que la patria se circunscribe a los ríos, acueductos, puentes, carreteras, cascos urbanos, dependencias administrativas, y otros recursos primarios o secundarios concernientes a una nación. No; la patria son ante todos los tuyos, lo que exige con anterioridad el reconocer quiénes son los tuyos, quienes forman la comunidad. Para el católico los suyos son todos los hijos de Dios sin excepción, y por extensión, el resto de seres humanos como criaturas de Dios. Para el español tradicional lo primero no son los nacionales en el sentido estatal que dio primero Richelieu y más tarde la Revolución Francesa con aquello de la leva obligatoria y la nación en armas, sino los españoles de ambos hemisferios y por extensión el resto de católicos, pues todos los españoles (creyentes o no) lo son. La patria (etimológicamente significa país del padre) que produce la hermandad, siempre brota de arriba. La patria diminuta, esto es, la familia, nace de los padres; la patria universal, la más grande, proviene de Dios; y la patria intermedia, pongamos que hablamos de la nación, surge de lo entregado por las generaciones anteriores acorde a su génesis (en el caso de España: el catolicismo, la realeza y su legitimidad, y los usos y costumbres singulares de cada pueblo). El tradicionalista vislumbra la unión en la multiplicidad; es quien mejor desentraña las generalidades comunes a los hombres que no son aledaños de la patria sino que conforman su matriz, aspectos que no son ni accesorios materiales ni tan siquiera los vehículos de transmisión de lo común, o de utilidad común como señalaba Cicerón (comunnio utilitatis). Sino que son lo común en sí y a la vez específico de cada patria. El hombre tradicional contempla la nación como el conjunto de instituciones y personas que comparten y defienden una tradición moral, jurídica, política, y religiosa. Esa visión le permite distinguir entre una unidad orgánica y una unidad mecánica que fuerza a una multiplicidad de sujetos y pueblos a una unión artificial.
Por eso los tradicionalistas siempre han recelado del Estado, lo encuentran un artefacto, una maquinaria artificiosa que establece arbitrariamente una serie de aspectos unitarios pero no unitivos, no conjuntivos, y por tanto no orgánicos, dirigidos hacia una homogeneización forzada. Este corolario político es inaceptable para el tradicionalista, sin embargo en medio del mismo surgen las opciones conservadoras al rescate no del cuerpo político tradicional sino de algunos fragmentos institucionales como la realeza (aun carente de gobernanza) o las costumbres, o bien de algunas cuestiones relativas al bien común (la familia, la libertad de las sociedades intermedias, la autoridad natural de los saberes…) pero siempre en busca de amparo al resquicio liberal de las formas y estructuras reinantes como las declaraciones de derechos humanos, los Estados de derecho, las constituciones y las democracias, asumidas como propias por unas u otras posiciones conservadoras. La derecha representa el paulatino intento de sensatización de la modernidad política en todas sus modalidades republicanescas. El tradicionalismo entiende que la modernidad en sus principios fundantes es ante todo antipolítica con independencia de las sedas y velos con los que se vista.
(1) Aristóteles.(2023). Ética a Nicomaco. Plutón Ediciones
(2) Victor Pradera. (1937). El Estado Nuevo. Cultura Española
(3) Marco Tulio Cicerón. (2014). La República. Alianza Editorial
Doctor investigador en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Doctor en ciencias económicas, empresariales y jurídicas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Columnista de Religión en Libertad. Servidor de: Dios, la Iglesia y usted.