En la nación encontramos el lugar donde acontece el ejercicio integro de la tradición y el desarrollo de la paternidad política. Se pueden identificar tres tipos de patria, distinguibles pero inseparables: la patria divina (Reino de Dios), la patria natural (la familia), y la patria política (la res pública legada), que para el español tradicional sería el Estado cristiano como concreción del reinado social de Jesucristo. La paternidad divina como “hecho absoluto que precede y condiciona toda existencia “tiene primacía sobre las otras dos, las cuales funcionan conforme al principio de subsidiariedad pero asumen dentro del ministerio del porvenir, el encargo eterno.
La tradición viene dada por el principio paterno, y la primera paternidad de todas no puede ser otra que la divina y por ende universal. Ya adelantábamos en la primera parte de este asunto que la palabra “patria “significaba en puridad lo relativo al padre (hogar o tierra del padre), lo que hace indefectible el vínculo entre la tradición y la nación: la tradición representa el corazón de la nación, el núcleo donde se desarrolla sucesivamente la paternidad divina, política y natural.
El tradicionalismo no es un ideario hecho para grupúsculos reactivos, y florido en los arrabales de la política extemporánea. Encuentra el sentido comunitario, a partir de la Cristiandad, en el reconocimiento y restauración de las verdades inmutables de la politicidad, del hombre en su quehacer político. La tradición es el ideal de vida extradivina depositario de la belleza, la verdad y el bien, incrustado en el ser de un pueblo. El teólogo ruso Vladimir Solovief fundamenta con brillantez que la realeza social de Cristo constituye un poder mesiánico hasta el punto de que cada rey o emperador es en realidad hijo espiritual del sumo Pontífice, en cuyo caso estaríamos ante un Estado cristiano (obviamente como Estado nos estamos refiriendo a la res pública de Cicerón, en ningún caso al Estado pagano y totalitario de la modernidad). De tal modo que la misión de ese Estado cristiano será “encarnar en el orden social y político los principios de la verdadera religión “; hipostasiar de cristianismo tanto el gobierno y sus dependencias administrativas, como todos los cuerpos sociales básicos.
La tradición política por su significado en tanto que estructura vitalmente el hogar terrenal de los hombres, no es separable de la tradición divina portadora de la verdadera religión: “ revelación directa de la absoluto, la religión no puede ser solo algo, o es todo o no es nada” afirmaba Solovief. La nación es pues también el hogar donde tiene lugar el ejercicio propio de la tradición completa, esto es, el desarrollo de la triple paternidad.
En el hemisferio conservador, el pensamiento es en el fondo ajeno o distante a la aprehensión anterior, el carácter advenedizo del conservador le hace caer en las garras de ese proceso evolutivo ciego de destino final al que la mente moderna califica de progreso, y que presupone un estado de (falsa) felicidad en pos de un camino eternamente incompleto. Por Aristóteles sabemos que un bien incompleto se caracteriza no por ser definitivo sino intermedio, pero si el progreso fuera si quiera un bien intermedio entonces ¿hacia dónde habría de dirigirse exactamente?. No se conoce horizonte definido ni definitivo para el progreso al que insta la modernidad. De ese viaje nihilista el conservadurismo toma partido, ora conservando agónicamente los restos del naufragio antropológico, ora aceptando las consignas a regañadientes, ora interponiendo subterfugios al vendaval de ideas progresistas, ora se decide a modular el rumbo ideológico revolucionario siendo así su elemento corrector. En contraposición, el tradicionalismo propone que sea la tradición la premisa necesaria para el progreso de verdad. El insigne tradicionalista Víctor Pradera decía que la tradición es la fuente primordial de colaboración social; la tradición no solo transmite bienes materiales también transmite la sabiduría de nuestros antepasados, todo un caudal de conocimientos. Pero además, la tradición propone el mejoramiento de las prestaciones y las comunidades humanas en pos de un porvenir dispuesto por el Señor de la Historia. He aquí sí un devenir con un horizonte determinado y esperado.
Los distingos entre la tradición y la derecha no residen tanto en el entendimiento básico del bien y el mal como en el entendimiento del ser político de una nación. El conservadurismo aunque mantiene algunas similitudes morales con el tradicionalismo, no considera que la tradición política sea algo esencial ni que la mutabilidad de formas y principios políticios sea una amenaza. En consecuencia normaliza nuevas formas, regímenes y principios histórico-políticos que se van sucediendo en el tiempo. Es por eso que con frecuencia cae en las trampas que el pensamiento revolucionario idea en sus mutantes proyectos para el hombre. Uno de estos casos es la figura de la monarquía constitucional, antecámara de la república bastarda. Se trata de una figura que para el conservador supone la deriva natural de la monarquía, mientras que para el tradicionalista supone la monarquía llevada a la deriva. En este punto valga el aforismo histórico de Hilaire Belloc que principia en su biografía sobre Juana de Arco “…El reino todo andaba desordenado, pues cuando la realeza es débil los poderosos oprimen y destruyen”. Por cuestiones como esta, vale decir que la derecha es más bien un fenómeno social que se amolda a regañadientes al devenir institucional de los tiempos políticos, o también, un fenómeno político minimalista integrado en un cambio de paradigma. No así los posicionamientos tradicionales, de base perenne, qué aprenden la política desde sus cimientos y con ello se hacen transversales a las coyunturas históricas. Por lo tanto, se puede sostener sin vacilaciones que es un error del todo inconveniente incluir la tradición en la fenomenología conservadora, tanto en términos históricos como desde la filosofía política, a pesar de que prestigiosos filósofos e historiadores así lo hayan considerado. Se hace necesario reiterar lo siguiente: la derecha primaria es por definición la primera derecha de todas y no se corresponde con ninguna concepción política anterior. Engrosar al tradicionalismo en las filas de la derecha bajo el nombre de “derecha primaria “se desvela como un error de jaez historicista y nominalista. La primera derecha nace con y de las revoluciones liberales, y es lo que desde entonces viene siendo el conservadurismo en sus diversas modalidades. De un lado, surge “ con “ porque irrumpe en dicho contexto histórico; y de otro lado, surge “ de “, porque integra el eje dualista revolucionario que aparentemente confronta dos posiciones en realidad complementarias; la izquierda y la derecha, las dos comparten de alguna manera la superación mayor y menor del mundo clásico y de lo que lo inspiraba, no solo de los símbolos referenciales (trono y altar) y su hegemonía, también de los sistemas y fundamentos filosóficos que los amparan, y de la cosmogonía política que sostenía a dichas instituciones.
El pensamiento político clásico, aunque nunca se viene abajo en su corpus doctrinal, se vió desbancado en su primacía, detrimentado por las corrientes ilustradas que alegaron el descubrimiento de una nueva libertad, y con ello la existencia de un nuevo hombre para una nueva sociedad fuera del yugo de la Iglesia y de las monarquías, en un proyecto gradual de hacer tabula rasa del logos anterior. El viaje al origen del universo político en busca de una inexistente libertad desde cero, o mejor aún de una libertad utópica dada en el momento cero. Ese nuevo hallazgo, esa nueva gnosis política, más sentada en la doxa que en la epísteme, los conservadores la modularon con cautelas, y los tradicionalistas se opusieron al intuir, no faltos de razón, que ponía en serio peligro los basamentos de toda comunidad humana, la triple paternalidad; la del Padre celestial, la de los padres políticos y la de los padres naturales. La Historia confirma que sabían lo que se decían: en la mayor parte de los territorios que un día formaron la Cristiandad, Dios ha sido orillado, la sabiduría ancestral ha sido anegada y la autoridad de los padres naturales destruida.
Por esto cabe decir que la diferencia principal entre el conservadurismo (en realidad primera derecha) y el tradicionalismo, reside sobre todo en sus elementos políticamente sustantes, dicho lo cual no serían asimilables porque el conservadurismo asume las nuevas formas y fundamentos políticos de la modernidad aunque rechace sus efectos antropológicos, y el tradicionalismo rechaza de pleno y de plano todo el nuevo corpus doctrinal.
La única relación fundada del tradicionalismo con el término “ derecha “ es de índole etimológica y jurídica (derectum). Es decir, en la forma originaria de entender la rectitud de la moral y la justicia. Más el pensamiento tradicionalista no es homologable a la derecha (unas veces sujeto pasivo, otras reactivo y otras consorte, de la Revolución) ni en las formas políticas asumidas, ni en la filosofía política de base queacompaña a las formas. Más aún, si por descarte, analogías, o cualquier otro procedimiento, se empieza a ubicar en el conservadurismo o derecha a todo cuerpo filosófico ajeno al sujeto activo-proactivo de la Revolución (la izquierda), se cae en el error anacrónico y nominalista de llamar “ derecha “ no solo a un ideario en concreto ,sino a todo aquello que lo pudiera sustanciar ora Santo Tomás, ora Aristóteles, ora Cicerón, ora San Agustín, ora lo que fuere.
La coartada para llegar a esta clamorosa falla ha sido la dupla simbólica del Trono y el Altar, dupla tan manida como malentendida que junto al sintagma historicista del Antiguo Régimen y una desorejada concepción del absolutismo, hizo fortuna en los mentideros ideológicos de la filosofía política. En particular, el contenido de la expresión “Antiguo Régimen” es más bien poco significativo, es casi un flatus vocis, no obstante ha sido muy eficaz a la hora de imponer el tablero oficial de las ideas y pulir a martillazos el tradicionalismo hasta hacerlo miembro primigenio de la derecha. Ciertamente, toda nación, como decía Solovief, siempre estuvo regida por tres clases de hombres; sacerdotes, soldados, y profetas. La perennidad simbólica del trono y el altar es inalterable a cualquier comunidad, solo queda dilucidar quienes ostentan la potencia sacerdotal, guerrera y profética porque la realidad simbólica del trono y el altar es más vieja que el hambre. No puede finalmente sino mandar una persona con la colaboración de unos pocos y no puede sino haber una referencia sacral con carácter institucional que guíe en último término los designios de un pueblo como bien señaló Eric Voegelin en su análisis de las religiones políticas. Nadie como los tradicionalistas columbra cuestión tan sencilla. La genealogía de la derecha no radica en el tradicionalismo, ni tampoco es una escisión del mismo. Tiene un origen compartido y desdoblado con la izquierda en los fundamentos de las revoluciones liberales. La derecha es el desdoblamiento moderado de la Revolución ¿Cuáles serían esos fundamentos que se irían imponiendo? Grosso modo serían la individualización de la libertad, la voluntad popular, la separación drástica del poder político y del religioso, el secularismo y la erección del Estado como monopolizador de la política.
El gran Jaime Balmes decía que un arte era “un conjunto de reglas para hacer bien alguna cosa “ Los tradicionalistas siempre previeron que aceptar las nuevas reglas para un nuevo mundo, comportaría que la política dejaría de ser un arte y su comportamiento quedaría reducido al poder de unos sobre otros, pero el poder siempre existió como consecuencia (que no como causa). Los conservadores hicieron algo muy distinto; unos se alistaron en la acepción más elemental de los fundamentos mencionados en el párrafo anterior, mientras que otros aceptaron las nuevas ideologías y símbolos que se iban sucediendo en el tiempo, confiando en moderar las mismas minimizándolas con sensatez. Pero los tradicionalistas conciben como grandes males inaceptables tanto la democracia sufragista, la Constitución, el sistema de partidos o el mismísimo Estado; y más aún sus fundamentos valedores. Cabe la posibilidad de que el conservadurismo sea visto como una suerte de aleación entre la tradición y la coyuntura política institucional pero en su renuncia parcial hay un aire de falsa pragmática que solo pospone el triunfo de los grandes males. Es con ese pensamiento con el que el conservadurismo (la derecha) en sus diversas gradaciones adquiere el papel de sujeto reactivo, pasivo, o consorte ante el sujeto activo cognoscente de los procesos revolucionarios (la izquierda), que encarna el progresismo y la transgresión. En todo caso, el pensamiento tradicional reza que sólo el camino recto, desde su propia génesis, hace recto al hombre. No es conservadurismo, es tradición. No es un nadar y guardar la ropa, es llevar la nave de cada pueblo a buen puerto aun a costa de combatir a los amotinados hasta las últimas consecuencias. Es una guerra entre lo propiamente humano y lo intramundano, en la que no hay lugar para intermedios.
Doctor investigador en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Doctor en ciencias económicas, empresariales y jurídicas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Columnista de Religión en Libertad. Servidor de: Dios, la Iglesia y usted.