En su más elemental acepción, es efectivo que el Estado lo componen los resortes del poder político que organizan y dirigen la vida civil de una comunidad de personas. El Estado no equivale a la comunidad ni a la patria aunque interaccione con ambas, tan solo ostenta la primacía de la acción gubernativa. Maquiavelo lo clarificó diferenciando entre príncipe, principado, y Estado. Concierne a este último la hegemonía sobre la gobernanza del territorio de la comunidad que lo puebla. Maquiavelo sostiene que el Estado sintetiza las obligaciones que ligan a gobernantes y gobernados. Esas ligazones o fundamentos han de ser necesariamente “las buenas leyes y las buenas armas“(1). De lo que se sigue que todo estado de gobernación ha de discernir entre fuerza y autoridad. Para Alfonso X, el principal sustento de la autoridad era la sabiduría proveniente de Dios. El rey sabio veía en el acto de gobernación nada menos que la transmisión de la sabiduría a los súbditos. Bien que se rodeó Alfonso X de intelectuales laicos y eclesiásticos de primera plana. Ya su abuelo, Alfonso VIII, sentó el precedente de lo que después sería la expresión política de un modo de gobierno. Un puñado de centurias más tarde, el exímio político Antonio Aparisi y Guijarro reafirmaba que el elemento esencial para la gobernación de la sociedad no es la forma de gobierno, sino la autoridad; facultad que “viene de arriba” da vida a la justicia y entiende lo esencial:” el espíritu que anima a las sociedades e instituciones humanas”. En palabras del propio Aparisi, ese espíritu (que Aparisi se pregunta retóricamente si es noble y religioso) las tiene en paz, les procura libertad y les comunica grandeza.(2)
El cerco conceptual puede ensancharse, pero la alteración de la significación del Estado solo podría tener lugar en la presuntuosidad ideológica de utilizar la gobernanza para fines no políticos. Pretender que el poder político haga de la fuerza y el contrato fuentes de autoridad, solo ha dejado en heredad la maldición de las patrias: un Estado que naturaliza el partidismo y las revoluciones. Ahí están nuestros días para corroborar el destrozo patriótico de las sociedades donde se consuma el Estado paradigma. La pretensión de los osados de refundar la sociedad, ha tenido siempre en el Estado su sala de operaciones. Capítulo encumbrado por historiadores e ideólogos de toda guisa fue el protagonizado por el jacobinismo, del que están brotando en las Españas nuevos retoños. El jacobinismo fue la primera pretensión política de hacer realidad el liberalismo dogmático (expresión con la que Hilaire Belloc definía el pensamiento de Robespierre y Rousseau). Acerbo hoy de plena vigencia, que fundamenta los regímenes democráticos de los “libres e iguales”. Llegados a esta sazón, fuerza detenerse a responder qué es el liberalismo dogmático. El liberalismo dogmático es el liberalismo prescrito por el Estado. Un liberalismo hecho razón de Estado, según el cual la libertad y la igualdad se prescriben para todos los hombres y nacionales pro indiviso. Estatus de libres e iguales, que hace funcionar a los ciudadanos a semejanza de las unidades del sistema métrico decimal. Una modalidad en que el Estado concierta el libertinaje de espíritu y la organización social.
El jacobinismo, fuente inspiradora de la fórmula contemporánea del Estado, se avino a la idea de una superestructura que facultase de oráculo a las pretensiones humanas de transformación social, previa prescindencia del tejido político natural, esto es, de las organizaciones intermedias y el principio de subsidiariedad. A cambio, el nuevo Estado soberano uniformizaba la individuación, y creaba su propia prole: la prole del Estado, los “libres e iguales”. Uniformizar la individuación o prescribir un individualismo dogmático, exige la metamorfosis del Estado en fundamento de gobierno, en medida de lo primordial. Dar un ser personal a un ente que no lo tiene más allá de la estricta significación política es lo que se dice la sustancialización del Estado, la personificación de una maquinaria institucional, la prosopopeya de un poder político preceptor de la etopeya nacional. El transformismo aterrizó primero en la política, y fue en pos de una reformulación adanizante de la sociedad. Bien, pues ese fue el asentamiento conceptual de las soberanías nacionales, de las (así llamadas) naciones políticas. Odisea que ha costado a las naciones la estatalización de la vida pública; la soga del pueblo para el pueblo. Y todo por el ardiente deseo de dar blasón de nación al pueblo-masa sin otra precisión que el sistema métrico nacional de los libres e iguales. El anhelo de impartir justicia poética en la política; la justicia de los borrachos.
La toma del Estado, el gobierno de la nación por la nación (que diría Aparisi) presupone la popularización del Estado consignada en un contrato. Pero el pueblo a secas sin otra ligazón que la ciudadanía y el sistema métrico nacional, es un constructo literario sutilizado para hacer tábula rasa con el orden social y los fundamentos de la política tradicional previos al Estado moderno. El gentío sin más, carece de personalidad como agente y aunque la tuviera la historia dice que no es por definición el protagonista de la acción política, menos aún el epítome de un designio superior que verá la luz en el Estado. Tal como afirma Dalmacio Negro, el timón del Estado siempre lo llevan unos pocos, solo admite la praxis oligárquica (3) que está en la naturaleza misma del mando.
En estricto rigor, la propuesta jacobina debidamente actualizada, deviene en el panteísmo político ¿Por qué? la nación-pueblo o nación-pacto se corresponde por entero con el Estado y este último, como sentencia Hegel (sugestionado por la Revolución Francesa), se erige en autoridad suprema sobre los hombres en la Tierra. Autoridad suprema que se corresponde por completo con la ciudadanía. Se trata de la disolución de la personalidad política en una totalidad abstracta llamada soberanía nacional, es decir, en la multitud, que aún representada por el Estado, no deja de ser un constructo literario asociado a la masa civil que sigue el orden y concierto de los tiempos.
Lo cierto es que las gentes solo se convierten en comunidad y levantan nación cuando dan con el sentido patriótico que las cohesiona, cuando se concita el espíritu que mencionaba Aparisi y Guijarro, forjado por los “grandes principios que enaltecen a una sociedad”. Chesterton en su opúsculo Acerca del Patriotismo, esgrime que tanto el patriotismo como la democracia habían sido exagerados de forma extravagante y errónea (4) en el siglo XIX. No le faltaba razón, en el siglo XIX la igualdad ante la ley llegó a máximos de derrama extravagante; al igualitarismo político, a la justicia de borrachos La plasmación de la isonomía no fue la eliminación de ciertos privilegios estamentales, fue la uniformización política de la sociedad, la igualación de la soberanía por la vía del ajuste ideológico de la realidad, pasando por encima de la naturaleza de las sociedades humanas, cimentada en el mando, la autoridad, y el patriotismo. Para el transformismo de estas coordenadas, se hace imprescindible forzar la sustancialización del Estado hasta la categoría de fundamento de gobierno, un Estado panteísta identificado artificialmente con la totalidad nacional. Si como decía Chesterton, el patriotismo es una verdad psicológica, entonces habita en las entrañas de los hombres y no en los aledaños del perímetro donde moran. La revolución jacobina creyendo hallar lo común en los aledaños, confundió con toda planicie y tosquedad, la necesaria ecuanimidad de la ley, con la igualación política y proclamó la justicia de borrachos. Colocó al Estado en la situación perfecta para hacer de único preceptor de la patria. Un Estado patria sui.
El pensamiento de Chesterton, convergiendo hacia el de Aparisi, coteja la nación y la patria con una iglesia, por tratarse de algo que brota del alma humana y aúna a los congéneres. ¿Y acaso habrase patriotismo más universal que la fe católica, especialista en enseñar a amar indistintamente a amigos y enemigos, en concitar la glorificación de Dios a lo largo de todo el orbe, en convocar a las ovejas bajo un mismo Pastor, en crear un hogar y una iglesia en el corazón de cada hombre, donde quiera que transite?. La hermandad es un concepto inherente a toda sociedad sana. Universalizado y perfeccionado por la Iglesia Católica, el patriotismo se manifiesta en la gestión política de dicha hermandad ergo corresponde a los gobernantes y gobernados aplicarlo a las singularidades concretas de cada pueblo y levantar la nación. De ningún modo corresponde dictaminar el patriotismo, ni titularse autoridad fundadora a los manifaceros de una prosopopeya que levantan la bandera del sistema métrico nacional de los “libres e iguales”. Pues, mal que pese a los forofos del Estado panteísta, el patriotismo es cuestión psicológica y quien mejor entiende la naturaleza psicológica y social del patriotismo es la Iglesia de Cristo y sus siervos que, Dios mediante y tan sabiamente ha trabado los corazones de gobernantes y gobernados.
(1) Nicolas Maquiavelo.(1999). El Príncipe. Ediciones El Mundo. Madrid.
(2) Antonio Aparisi y Guijarro.(1943). Aparisi y Guijarro. Antología. Ediciones Fe. Madrid
(3) Dalmacio Negro Pavón. (2015). La ley de hierro de la oligarquía. Ediciones Encuentro S.A. Madrid
(4) El manifiesto. El patriotismo según Chesterton. (2007). https://elmanifiesto.com/cultura/527/el-patriotismo-seguacuten-chesterton.html.
Doctor investigador en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Doctor en ciencias económicas, empresariales y jurídicas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Columnista de Religión en Libertad. Servidor de: Dios, la Iglesia y usted.