Tolkien: El mal nunca duerme.

🗓️6 de octubre de 2022 |

En plena II Guerra Mundial, John R. R. Tolkien se dirigía a su hijo Christopher con una carta, la 64, de esta guisa:

«Todo lo que sabemos –sobre todo, a través de nuestra experiencia directa– es que el Mal hace uso de una fuerza descomunal y un éxito perpetuo en vano para, única y exclusivamente, preparar el terreno propicio al inesperado germen del Bien.»

Era un 30 de abril de 1944 y Christopher Tolkien estaba sirviendo en la Royal Air Force británica en un tiempo poco propicio para la alegría debido a la crudeza de un conflicto mundial que parecía, como todas las guerras, no llegar a su fin.

Y, sin duda, su padre e ilustre escritor sabía de qué iba el tema tras su participación de cuatro meses, entre el 27 de junio y el 27 de octubre de 1916, como oficial en un batallón de los Lancashire Fusiliers durante la sangrienta Gran Guerra. El frente francés había sido testigo de la crueldad de aquellos enfrentamientos y del ocurrente escapismo tolkieniano como tabla de salvación de la angustia del infante entre trincheras de muerte y el no man’s land.

Siempre hay sitio para el Mal, que no requiere asueto, pero es evidente que una pugna, una pelea, una contienda o un combate son magníficos receptores de su despreciable caldo de cultivo. Su condición simplemente precisa de bandos opuestos para que los brotes de malignidad hagan acto de presencia y, en su metástasis, consigan enturbiar el panorama que nos rodea.

Y esa preocupación constante en la historia del pensamiento de la civilización occidental, de la condición humana, nos ha obligado a formular la recurrente cuestión de la existencia de Dios y su absoluta bondad en lo referente a todos esos males que asolan nuestro mundo. Los cada vez más vigentes y cercanos conflictos bélicos representan el más claro ejemplo de una presencia que porta diversos disfraces en función del capricho de sus malévolos intereses.

La guerra nos acecha de igual forma que la enfermedad, la pandemia, la miseria, la incomprensión, la necedad, la ignorancia o la discordia a la que, dirigidos, nos aproximamos vertiginosamente en cuestiones que van desde las afectivas a las profesionales, pasando por las familiares o la mera expresión de nuestras opiniones o preferencias. 

Sin ir más lejos, la millonaria serie «Los Anillos de Poder» supuestamente basada en el legendarium de Tolkien. Y uso «supuestamente» sin ánimo de polemizar. No es mi intención crear un nuevo casus belli, otro más, con la que está cayendo a nivel mundial. 

Eso sí, si no me he atrevido a escribir y dar mi opinión a la serie en cuestión, es por ese margen de confianza que, a duras penas, me confieren los episodios restantes. Además, no hay mejor momento, considero, para poner en práctica las virtudes cardinales: fortaleza para seguir apostando por la esperanza, prudencia antes de emitir un erróneo juicio, templanza para expresar una opinión en el momento y medio adecuados y justicia en la objetividad del relato. La precipitación, pues, no parece ser la mejor de las compañías, sino un aliado de las actuales fuerzas del Mal imperante.

Y lo peor es que esa normalización consentida del Mal, la instauración de su reinado, ha provocado que vivamos en un continuo clima de odio, violencia, frustración y desconfianza hasta del aire que respiramos. El vil plan no deja de seguir todas y cada una de las líneas marcadas en la hoja de ruta percutiendo contra costumbres, tradiciones, identidad o sentido común.

Como afirmaba Jacinto Benavente, «lo peor que hacen los malos es obligarnos a dudar de los buenos» y, de un tiempo a esta parte, se han sembrado campos y terrenos de dudas para que el hombre viva en una constante y alentada tensión propiciada por los gestores de la discordia y la fracción social. A fin de cuentas, es lo que interesa a las élites.

Insisto, la serie, con sus admiradores y detractores, neófitos o especialistas en la obra del autor sudafricano, es buena prueba de ello, de esa disparidad de opiniones –por otro lado, respetable– que no han hecho más que enfrentar a unos y otros como consecuencia del desconocimiento y trasfondo de la obra de Tolkien.

Todos somos hombres y, recordando a Chesterton, todos también llevamos demonios en nuestro interior, un extenso repertorio demoníaco que intenta abrumarnos y doblegarnos ante el irrefutable posicionamiento del Mal como vencedor con la, por desgracia, poco activa y desapercibida colaboración de los practicantes del Bien, acomodados a la inacción como estándar de vacuas y dispersas vidas.

«Así pues necesitamos todo nuestro valor humano, agallas y nuestra fe religiosa para hacer frente a cualquier Mal que aparezca (como le ocurre a otros si es voluntad de Dios) además de la oración y la esperanza…» 

De esta forma, continuaría Tolkien esa misiva a su hijo en el difícil trance que supone una guerra –mundial, para más señas– para todo el conjunto de la humanidad. Las urgentes advertencias del progenitor son, precisamente, las armas que este descarriado orbe requiere para plantar cara a la proliferación de desgracias, mostrar su oposición y enfrentarse al Mal «al amparo de Dios, cuando nos encontremos de nuevo, en breve, unidos con buena salud…», como paternalmente concluía esa carta de esperanza con el anhelo de verle regresar de la guerra sano y salvo, la plena satisfacción del deber cumplido y el hecho de saber que el hijo había degustado el cóctel de consejos del padre.