A la atención de los traicionalistas

🗓️30 de septiembre de 2022 |

Se publicaba en un medio liberal un artículo titulado “Contra el tradicionalismo “. Desde el opúsculo se describía el pensamiento tradicional como el reivindicado por unas huestes de católicos sectarios cuya proposición es la fe como razón de Estado. A su vez, el escribiente apelaba al jacobinismo como la solución política universal para toda nación[i]. Dos son los pilares de esa defensa: a) El Estado es el elemento común a todos los hombres de una sociedad, b) como a priori la fe no es común, no debe intervenir en política, ha de quedar relegada entonces a los quehaceres sociales de índole personal. Hecha la presentación, vayamos por partes.

El tradicionalismo, en especial el español, exige el reinado social de Cristo. Lo cual no implica ni la confesionalidad del Estado (maquinaria estrictamente político-burocrática) ni la imposición de la Fe (que es, no lo olvidemos, un don de Dios, una gracia), ni menos aún compeler al pueblo por entero a la instrucción teologal como si de la leva obligatoria se tratara. El tradicionalismo exige el reinado social de Cristo, en concordancia con la tradición política española, interrumpida ilegítimamente por las infames constituciones liberales y los procesos revolucionarios. Razones no faltan; la vida secular de los españoles estuvo siempre conformada por las enseñanzas del Evangelio: la conformación de la moral, la civilidad cotidiana, la resolución de conflictos, el espíritu de asociación en sus diversas formas; todo lo orientaban la doctrina católica y las Sagradas escrituras. La moral, los buenos usos, las costumbres… casi todo era de  inspiración cristiana. La paz espiritual intercedía con éxito por la paz social, la justicia, y la unidad política.

No ha de extrañar que exista una armonía entre la tradición política española, entregada durante siglos, y el pensamiento clásico trazado en servir al bien común. La razón descollante es que el régimen monárquico español a menudo esmerado en la sublimación de las principales virtudes políticas, lo hizo inspirado por la fe católica. Fue entonces, una aplicación secular y prudencial de la teología,  no una secularización ideológica, como se ha dado en difusión. Adicionalmente, desde la razón natural nadie puede decir que la política y la moral cristianas no sean correctas, la sindéresis las aprueba sin el menor problema; aprueba el amor al prójimo y todos los principios de vida dimanantes y nacientes de las virtudes teologales, como el perdón, la corrección fraterna, la abnegación, o la compasión. Con lo cual, la moral cristiana no solo puede ser legitimada por la teología; lo que deja en mantillas la afirmación según la cual el cristianismo excluye de la sociedad a los no creyentes y por lo tanto es necesario orillarlo de la vida social.

Sea pues que la fe interviene en la civilidad de manera natural y sin imposiciones gubernamentales. Aún hay más. Una fe que toma partido en política, hace de contrapeso y evita el rodillo de la maquinaria burocrática con independencia del régimen y la autoría. Con el concurso de la fe en la vida pública, el poder ya no puede legitimarse con la medida que da el propio poder. En ese sentido, el reinado social de Cristo ha sido la mayor carta de ciudadanía, la mayor defensa de las libertades colectivas ante los potentados.

Con independencia de preferencias institucionales, o de régimen, la religión es el hecho público diferencial por excelencia en la historia de la política, por encima del cual no se halla linaje alguno. La proposición para su reclusión a la privacidad y expulsión de la vida pública es un despropósito, una fantasía, una forzadura devenida en una sociedad de esclavos con credenciales burocráticas de electores, en el mejor de los casos, súbditos de un enjambre totalitario de poderes omnímodos. Un suicidio.  Por ser la religión, el orden para la elevación de las almas,  rasgo diferencial de los pueblos; la fe católica es la única que presenta una isonomia (término muy acuñado por técnicos y académicos del materialismo y el neojacobinismo) entre los hombres con independencia del abolengo y estamento al que pertenezcan. No es una isonomía social en origen, sino el manifiesto de un juicio final en destino para todos por igual. La otra isonomía, la del ajuste ideológico, la de la revoluciones y el Estado contemporáneo; tiene lugar por un juicio político en origen, luego un prejuicio filosófico. Se produce a través de la secularización del concepto de dignidad, de su descristianización. La secularización de la dignidad cristiana se ductiliza en la habilitación política de todos los hombres por igual. Es el asalto de la política a lo sacro por medio de la filosofía ideológica. Muestra denodada de la inevitable búsqueda profana de lo divino en política, porque la fe, al fin y al cabo, es (como dicen los curas en las homilías) “fiarse de “. Sin confianza no hay comunidad política. “Confiar en “ es lo que religa a unos con otros. En el pensamiento tradicional español se confía en Dios, la Iglesia, y el Rey, por ese orden. En la búsqueda de lo antitético, se confía en el Estado, que por otro lado es un sujeto político fantasmal,  filosóficamente carente de sustancia. Ya que el Estado no se corresponde con una autoría sustancial, sería una fe estrictamente institucional e impersonal,  fe de carboneros.

A la luz de los hechos, oponerse al reinado social de Cristo es más propio de anticristianos que de ateos. Si para los cristianos, Cristo es verdadero Dios y verdadero Hombre, para los ateos puede ser al menos verdadero Hombre, en el sentido de la transmisión de las virtudes que conducen al ser humano hacia la perfectibilidad, Y siendo verdadero Hombre, forma parte de la politicidad como Dios, pero también  como Hombre. Una de las enseñanzas de Nuestro Señor sobre la delicada y complicada mixtura entre religión y política es que aunque hay que dejar hacer al poder temporal, sin el consentimiento del poder divino no hay gobierno que prospere; en consecuencia la religión protege a los hombres (también a los ateos llegado el caso)  del poder político gubernamental, si decide abusar de su fuerza bruta y de sus maquinaciones. Llegamos aquí a un elemento crucial de La Tradición, que vive en choque frontal con las moderneces conceptuales del hoy; si la política del Estado, por desatención a la Justicia queda desautorizada por las leyes divinas, la obediencia es un acto de sumisión vacío de legitmidad y contenido  moral. El orden divino se torna tan necesario entre los seres humanos, que la anarquía espiritual da paso irremediablemente a la peor tiranía moral desde la atalaya del poder.

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El escribiente argumetando contra el tradicialismo,  nos dice que el Estado en su concepción actual es lo común a todos los hombres de una sociedad, o sea, el relicario elemental de las gentes. El Estado no es una producción espontánea y necesaria depositada en nuestros genes esparcida sabiamente por nuestro ser social. La política es anterior y de manera natural traspasa al Estado actualmente concebido: figura espectral, statu quo de partidos, receptáculo oficial de todas las maquinaciones y contorsiones ideológicas,  mimetización institucional de la Iglesia. El Estado es un producto histórico de la filosofía política, en especial de una filosofía enteramente ideologizada con tendencias teologizantes. De todos es conocido que la filosofía ideológica no es común a todo el género humano, no todos ven en el Estado actual el rostro unánimede la re publica, véase por ejemplo los anarquistas, o los liberales que ven en el Estado a un secuestrador de la ciudadanía, o los reaccionarios que lo definen como un usurpador de la legitimidad del poder temporal. Malas noticias para los neojacobinos, el Estado linajudo de toda la humanidad no existe, es una quimera, una fantasmagoría. En teoría, ni siquiera en su papel monopolizador del poder gubernamental, el Estado coincide con lo común, aunque si es el presunto encargado de velar por el bien de la comunidad, de articular una superestructura que se haga cargo de preservar lo común. Pero una superestructura administrativa no puede reemplazar ningún vínculo, no puede decirse ser la comunidad política, ni reemplazarla. Lo constituyente (tal es el Estado) no es idéntico a lo constitutivo. Lo que se puede llegar a constituir artificialmente no coincide con lo que es constitutivo o sustancial de suyo. Decía Cicerón que no hay pueblo (ni por tanto re publica) si no se atienden las exigencias comunes de la justicia (consensus iuris)[ii], ni la utilidad común (communio utilitatis). O dicho de otro modo más preciso aún, traducido por Andres Santos (2013), se necesita una conciencia jurídica común y el convencimiento de una utilidad compartida. Ambos elementos son en realidad lo común y bajo ningún concepto tienen su origen en el Estado.. El Estado ni designa ni conforma al pueblo; en todo caso, si se aviene a respetar la politicidad natural, trata de hacer valer con su potestad, las exigencias de la justicia y la utilidad comunes, dos propiedades ya dadas.

Tampoco se puede hablar de lo común, sin armarse primero de generosidad, abnegación, y probidad; la Ética precede e inspira la Política entendida saludablemente en el servir al bien común. El Estado en su concepción moderna es la tautología del poder constituyente que malrremeda al bien común conocido hasta la fecha. Tiene como implicación perversa que el Estado debe sobrevivir a toda costa, aún llevando al paroxismo las tesis de Maquiavelo sobre el poder, aun destruyendo el resto de cimientos de la sociedad si fuera necesario. La sobrevivencia del Estado se erige así en el primer mandamiento del bien común. Ni que decir tiene que bajo este mandamiento, el bien común tiende a desaparecer, porque en probidad y propiedad es el bien común el artífice del Estado, y no le Estado el alfarero del bien común.

Todavía hay algo más. El jacobinismo históricamente no se entiende sin el cambio antropológico que lo acompaña; la libertad signada en la manumisión del orden tradicional (ley natural inclusive) y de todos los rectos principios que lo acompañan, unida a la igualdad cuán columna levantada en nuevo orden, que devuelva a los hombres al estatus que tenían en el origen de la creación por medio de la política. Ese es el desmadre metafísico, ya antes pergeñado en la Ilustración, al que dio luz el jacobinismo. Su origen está en el patetismo de la política teológica con aires de grandeza transformadora.

Ignoran los neojacobinos lo que les une a la Reforma “la primera explosión del individualismo destructor y de la sentimentalidad republicana “ afirmaba Pierre Gaxote [iii]. Aunque el neojacobino pretenda anclarse en el racionalismo, le acecha la progenie luterana: todos los edificios intelectuales recolectivizantes, tienen su origen paradójicamente en la descolectivización luterana; las modernas teorías sobre el hombre y la sociedad radican en última instancia en el individualismo dimanante del aislamiento de las conciencias.

Es ahí, en el receptáculo de una conciencia aislada donde se fraguan las fantasías más pesadillescas,  no  así en la transmisión y vivencia de la Revelación, allí se atisba la intercomunión tanto en pequeños grupos como en grandes asentamientos. La Revelación eclosiona  en medio de los hombres. A la contra, la Revolución se gesta en la más absoluta intimidad de las pasiones solipsistas. Dicho esto, ¿desde cuándo la heterogénesis de los fines que aflora de las conciencias solipsistas y aisladas puede engendrar una ortogénesis política llamada Estado?. Solo había una manera: el tratado ideológico vivificador de un pueblo autolegitimado, que la revolución convertiría en profecía a sangre y fuego. Aun así y todo, algunos neos del jacobinismo se toman la licencia de escribir contra el tradicionalismo español; con idéntica inconsciencia que defienden el Estado contemporaneo, sin columbrar estar ante el  engendro  putativo de la Reforma.

Deben saber que el tradicionalismo español, cuyo corazón es el Carlismo, es el pensamiento político genuino; levantado y aplicado por antonomasia a las particularidades del reino de las Españas. El Carlismo entiende con claridad que la más alta política es siempre metapolítica, aquella que ha de rendirse a la evidencia del bien trascendente, la que ha de entregarse y vivir para la devoción suprema de lo divino como elemento basal inspirador de todos los linajes y amarres entre los hombres. Dios, Patria, Fueros y Rey es un tetralema de fe, pero también de autoridad, de legitimidad, de hermandad, y de subsidiariedad, es decir, de los principios fundamentales de la politicidad más enraizada, principios asidos unos a otros de manera natural. La autoridad en Dios, la legitimidad del rey, la hermandad en la patria, y la subsidiariedad de los fueros. Principios generales definitorios de la  naturaleza de la política, aplicados a los accidentes nacionales, y fuera de los cuales solo queda la irremediable lucha por el poder. Una monarquía católica, capaz de recoger tales principios para su aplicación prudencial, eleva la re pública a lo sublime: el reinado social de Cristo. La fe es un don de Dios no una exigencia, pero esa fe inspira e institucionaliza el sentido del deber para con la patria, el rey y nuestros compatriotas más disímiles. Cuanto equívoco hay en el jacobino escribiente “ Contra el tradicionalismo “ al argüir que la fe nada prueba. Políticamente no ha existido un elemento más orgánico, aglutinador y eficaz que la fe, en especial la fe católica, que elevó las capacidades políticas al servicio del bien común, más allá de la nación sobrenadando ex ante al Estado y los nacionalismos. Imposible soslayar que la evangelización (véase la de América), el espíritu de la Cristiandad y la universalidad social del reinado de Cristo, fueron los elementos extramuros, verdaderamente niveladores de los hombres de toda condición y origen.

La fe católica ha mantenido la cohesión interna de la patria, ha ampliado sus horizontes morales más allá de las fronteras territoriales, ha conformado las mayores garantías de libertad política para el pueblo, ha custodiado los ideales patrióticos.  La Fe no tiene sustituto político, es un intangible vivo e irremplazable por ningún artefacto estatal, el intangible que ensambla a Dios, la patria, los fueros y el rey; los cuatro indisociables: la religión, el hogar, la ley, y el gobierno. La república antes que régimen de gobierno, fue fundamento básico de la política, y en España se llamó monarquía católica

La diferencia entre la politicidad natural y la politización ideología es que en la primera las leyes humanas y divinas contienen los principios que inspiran la política, y en la segunda es la política el elemento configurador de la ética y (en su caso) de la religión de Estado, es decir, en el segundo caso se produce una absorción institucional de la ética, la religión, e incluso del resto de ciencias por parte de la política. Solo el desorden y el caos revolucionario  auspiciaron la necesidad del Estado centralizador de toda norma; arrasado el orden previo, se iniciaba la política cero. En el contrapunto, el pensamiento tradicional defiende el principio básico de subsidiariedad, de hecho, es el único pensamiento político que lo preserva. En la modernidad, los diferentes regímenes lo han abolido total o parcialmente, desde la Revolución francesa han ido optando por la colectivización estatal forzosa  de todos los estribos del gobierno político de los pueblos, desoyendo que el principio de subsidiaridad es necesario para el bien común  y lo es por tres razones principales [iv] que señalamos a continuación:

  1. Facilita el desarrollo de las capacidades humanas, pues quienes pierden la capacidad de actuar por si mismos ven mermado su perfeccionamiento.
  2. Las decisiones las pueden tomar las instituciones y personas más adecuadas en virtud de su cercanía y conocimiento de los problemas específicos.
  3. Se evita que las diferentes asociaciones se contagien de los graves problemas de concupiscencia política que pueda engendrar  un poder central, y se instala un sano apartidísmo

El principio de subsidiariedad fue uno de  los ejes de la monarquía católica española que respetó los fueros y acepto la sapiencia de todos los cuerpos intermedios entre el pueblo y el rey. Dicho principio preexistente, fue  formulado y desarrollado por primera vez por la Iglesia Católica en los siglos XIX y XX.

Los neos del jacobinismo títulan “contra el tradicionalismo” cuando realmente se referían a la Tradición que por desgracia desconocen. Pobres traicionalistas. De haberla conocido habrían descubierto que el conocimiento político de la Iglesia y Su fundador superan con creces el de cualquier otra organización histórica. No ha habido jamás mayor sublimación de las máximas ciceronianas (conciencia jurídica y utilidad común) que la aplicación, por imperfecta que fuera, del reinado social de Nuestro Señor. Por lo tanto, no es éste un manifiesto utilitarista de la fe católica, sino el descubrimiento de su excelsitud en todos los ámbitos de la vida social en los que sea necesaria la elevación virtuosa. De no ser así, la fe católica no hubiera perfeccionado la dignidad que alumbra la justicia y el bien de los pueblos, dejando con la boca abierta a reyes y emperadores, no hubiera sido ejemplo para la gobernación y probidad del pueblo, ni siquiera  hubiera existido ese remedo de la Iglesia al que sus señorías de la modernidad llaman Estado. Queridos traicionalistas, abandonen la traición y vuelvan a la Tradición.


[i] Ïnsua, P. (2022). Contra el tradicionalismo. El liberal. https://www.elliberal.com/contra-el-tradicionalismo/

[ii] Andres Santos, F.J. (2013). Cicerón y la teoría de la “constitución mixta”: un enfoque crítico. Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, 27, 1-29.

[iii] Gaxote, P. (1942). La revolución francesa. Cultura española S.L Madrid

[iv] Casanova, C. (2014). Título y justificación de la propiedad. Ars Boni et Aequi, 2, 105-122


Eduardo Gómez Melero

Doctor investigador en la Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM). Doctor en ciencias económicas, empresariales y jurídicas por la Universidad Politécnica de Cartagena. Columnista de Religión en Libertad. Servidor de: Dios, la Iglesia y usted.